En plena invasión de términos ligüísticos anglosajones, lo que suele conllevar notables restricciones descriptivas, la locución fake news viene sustituyendo a lo que tradicionalmente denominábamos bulo, es decir, «noticia falsa propalada con algún fin». Aunque ambas expresiones puedan parecer idénticas, sus connotaciones difieren mucho en la práctica, siendo más amplio y cotidiano el significado de bulo, pues desborda las implicaciones, con frecuencia ligadas a la política, propias del concepto de fake news. El bulo, patraña, infundio o simplemente cuento, está en nuestra vida. Desde siempre. Sin embargo, aún no hemos aprendido a controlar cuanta falsedad proclaman los charlatanes de turno y los profesionales del embuste. Unos y otros alcanzan sus fines con notable facilidad, para hacer del mito una verdad concluyente de ardua derogación. Así, gangas increíbles y lucrativos asuntos quedan al alcance de cualquiera, mientras que oscuros alcorces permiten eludir peajes obligados y saltar barreras que, al parecer, ya solo detienen a los ingenuos desinformados. Si el perjuicio del engaño fuera solo económico, la cuestión sería menos trascendente, comparada con el daño que a la salud pueden ocasionar ciertas fábulas de prolífica difusión: dietas milagrosas y alimentos de asombrosas propiedades; dudosas terapias y ungüentos portentosos en lidia con el conocimiento científico, que caminan junto a teorías sin contrastar y cuyas secuelas pueden ser muy graves o intrigas en contra de prácticas bien fundadas, como la vacunación infantil.

En un mundo plagado de revelaciones tendenciosas y bulos perniciosos, la manipulación acecha a la sombra de la ausencia de criterio y de la necesidad de verificar cuanta información nos llega.

*Escritora