El Partido Popular ha cometido equivocaciones durante sus ocho años de gobierno, como es lógico, pero la principal ha sido precisamente la falta de reconocimiento de los errores y su empecinamiento en defender posiciones peregrinas sin aceptar el más mínimo resquicio de duda. Pensaba Mariano Rajoy, y de ahí quizás su campaña con sordina, que podía ganar las elecciones con la estadística en la mano, exhibiendo gestión, pero obvió que los ciudadanos no votan sólo al gestor, votan al político.

A la vista de los resultados electorales del domingo, está claro que el pueblo no le ha perdonado al PP su nula tolerancia a la crítica y la tendencia a la manipulación en momentos sensibles, defectos trufados por la soberbia y la arrogancia de la que se suelen impregnar quienes se empachan de poder. La gota que colmó el vaso de la paciencia fue la pésima gestión de la crisis abierta por los atentados del 11-M y el manifiesto interés del ministro del Interior por defender a capa y espada la posibilidad de una acción de ETA pese a que las fuerzas de seguridad y una parte de la opinión pública veían claro que detrás de todo estaba Al Qaeda, con lo que la contestadísima decisión de acudir a la guerra de Irak de la mano de Bush se colocaba de nuevo en primera línea.

La tergiversación oficial tras la masacre fue determinante en la derrota popular, pero más relevante en el análisis es valorar cómo las medias verdades del ministro Acebes consiguieron disparar todos los fantasmas que se habían generado cada vez que José María Aznar o su gabinete tenían que tomar una decisión ante una situación límite. En un estado de sobrecogimiento general, con la sensibilidad a flor de piel tras recibir durante horas y horas imágenes y hechos impactantes, el ciudadano se olvidó de las bazas fuertes a las que siempre se aferró el PP, como la política económica o el modelo de Estado, y comenzó a realizarse preguntas acerca de las actuaciones del Gobierno cuando pintaban bastos. Y en esta asignatura es donde Aznar suspendió con muy mala nota durante sus ocho años de gobierno.

En las 48 horas previas a los comicios afloraron dudas no resueltas o decisiones equivocadas y unilaterales que permanecían en un estado de latencia pero que no se habían olvidado. Además del alineamiento de España con EEUU y Gran Bretaña, la pésima actuación gubernamental con el hundimiento del Prestige, sólo aliviada vía BOE y subvenciones, y las enormes dudas generadas tras la muerte de 62 militares en el accidente del Yak-42 en Turquía, avivadas casi un año después de la tragedia, sobrevolaron de repente la conciencia de muchos votantes. Estos tres casos comparten un elemento: una parte muy notable de la ciudadanía --mayoritaria, cabría decir a juzgar por los sondeos-- considera que el Gobierno no obró correctamente y perseveró en el error, no dando opción a quienes les cuestionaron ni a quienes denunciaron los errores. En pocas palabras, no se asumieron responsabilidades ante los evidentes errores estratégicos --caso de la guerra de Irak-- o de gestión de una catástrofe ambiental o humana --casos del petrolero o del siniestro aéreo--.

Además de producir un cambio de gobierno, en estos comicios el electorado ha dejado un mensaje muy nítido. Los españoles no quieren en el Gobierno a quienes intentan imponer el pensamiento único, a quienes se aferran a medias verdades o a quienes intentan tapar los pecados con tal de no asumir responsabilidad alguna, aunque sean buenos gestores.

En Aragón, también hemos sufrido nuestro vía crucis particular con un aberrante Plan Hidrológico Nacional cuestionado dentro y fuera de España por su manifiesta inviabilidad económica, por su efecto desequilibrador y por sus irreparables efectos medioambientales. Tras defender que se trataba de un plan negociado e intachable técnicamente, hoy por hoy, nadie apoya este proyecto que, según titular de Agricultura Arias Cañete, iba a aprobarse "por cojones". En un país avanzado este ciudadano debería estar inhabilitado para la política democrática, pero ahí sigue, tres años después, aferrado a su sillón. Partidos como CiU que votaron en su día a favor ya se han descolgado del plan, y en Europa los dictámenes requeridos son contundentes y suponen un varapalo evidente a la política hidráulica de Aznar.

Ante esta reflexión a propósito de la derrota popular, ha llegado el momento de que esta conciencia crítica de los españoles, alejada del pragmatismo y entroncada más bien en la pura moralidad, sea tenida en cuenta sin ningún género de dudas por quienes nos gobiernen. A José Luis Rodríguez Zapatero hay que exigirle que sea honesto y decidido con la palabra dada, especialmente la retirada de tropas de Irak y, en el caso de Aragón, la derogación inmediata del trasvase del Ebro, sin dilación ni maniobra alguna. Y que acepte con normalidad la asunción de los errores, que los tendrá.

Un país no sólo alcanza cotas de desarrollo y bienestar por sus reformas laborales, por su política fiscal o por su legislación social. El factor moral es también un elemento necesario para el progreso. Cumplir con los compromisos adquiridos y escuchar la voz plural y compleja de los gobernados es, ahora, más que nunca una obligación. La verdad, ha quedado demostrado una vez más, es hija del tiempo, no de la autoridad. Y si en el 96 el PSOE fue víctima de la corrupción, el PP ha caído en el 2004 por su unilateralismo y por su manipulación desde el poder. Durante los últimos 25 años, la sociedad española ha dado muestras de madurez en momentos críticos que marcaron un antes y un después en la forma de hacer política en este país. ¿Quién le iba a decir a Aznar que hoy, justo cuando se cumple un año del inicio de las hostilidades en Irak, el panorama político iba dando un giro tras un fin de semana de auténtica rebelión democrática?

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