Estos días estoy escaneando viejas fotografías en papel para conservarlas en formato digital. Un trabajo ya de por sí lento que se ralentiza todavía más porque trato de recordar dónde y cuándo se tomaron esas imágenes. Hay grandes lagunas, épocas de mi vida de las que apenas conservo imágenes fotográficas, o porque no las hubo o porque se las quedó otra persona o porque tal vez se perdieron en alguna mudanza. O quizá las tiré. Es asombroso qué pocas son si comparo con la gran cantidad de fotos que tengo ahora en el móvil de cualquier encuentro con amigos, de cualquier viaje, de cualquier evento.

Sé que había también algunas, muy pocas, grabaciones de mi infancia y mi adolescencia. Recuerdo unas cintas de magnetófono en las que mis hermanos y yo, muy pequeños, cantamos a grito pelado al micrófono. Se perdieron también las innumerables cintas de casete que mi amiga Angélica y yo grabamos en nuestra adolescencia. Eran radionovelas de «producción propia» en las que poníamos todas las voces, los efectos de sonido, la música. Una vez tuvimos incluso una artista invitada, una chica que sabía imitar muy bien el sonido de los delfines. No había un papel para un delfín en la historia que habíamos pensado. En pocas historias suele haberlo, la verdad, pero lo introdujimos solamente para poder grabarla.A veces me gustaría volver a escuchar nuestras voces y nuestros ataques de risa cada vez que se nos trababa la lengua. Supongo que hoy lo habríamos publicado en Youtube y sería muy fácil encontrarlo en las redes. Pero entonces ya no sería nuestro. Sería público y, como todo lo que se hace público en las redes, arrastraría una fea cola de comentarios ofensivos ensuciándolos y borrándonos para siempre la risa.

Y, sobre todo, no podría disfrutar momentos en los que basta que a mi amiga le diga: «Haciendo flanes» para que ella se eche a reír. ¿Le ven la gracia? Seguro que no. Nadie lo puede hacer. Por suerte. Porque es algo personal e intransferible. Es solo nuestro. H *Escritora