El 30 de agosto de 2005 la presidenta del Movimiento de Empresas Francesas (MEDEF) escribía en Le Figaro économie: «La vida, la salud y el amor son precarios, ¿por qué razón el trabajo habría de sustraerse a esa ley?» Con esa pregunta, que en realidad es una respuesta, la presidenta parecía dar por zanjada la complejísima cuestión de la precariedad en el trabajo. Hay interrogantes tan tajantes como absurdos que por décimas de segundo nos dejan sin respuesta dada la inidoneidad del planteamiento. Hay planteamientos, perspectivas, afirmaciones o negaciones que, por su falta de coherencia, sentido común o prudencia, nunca hubiera imaginado que llegaran a verbalizarse.

Tanto la presidenta del MEDEF como muchas otras personas próximas a sus planteamientos viven, o querrían vivir, ese sueño que viene de antiguo y que cíclicamente recobra vigor y vida, una ficción en virtud de la cual las personas pueden ser gobernadas del mismo modo que se administran las cosas. A la luz de su mirada el orden de personas y cosas obedece a idénticas técnicas de cuantificación, reduciendo todo lo humano a variables, indicadores, datos y resultados numéricos donde lo que no es susceptible de registrarse con dígitos ha de quedar fuera de cualquier suerte de consideraciones y reflexiones.

Sin embargo, ese sueño por el que deja de tener relevancia todo cuanto no sea medible y cuantificable simplifica, reduce y por ello traiciona la condición humana pues muchas de sus manifestaciones escapan a esa tiranía del número al que nos vemos abocados por la nueva teología imperante: la de la ciencia. Todo lo que tiene el marchamo de científico es aceptado sin ninguna prevención o sospecha y eso es encomiable en aquello que pueda y deba ser medido, pesado y cuantificado. Sin embargo, y por mucho que pueda sorprender a la susodicha presidenta, no todo cuanto caracteriza al hombre lo es. Ni todo es susceptible de ser pre-determinado por la ciencia ni todas las ciencias son iguales.

Las sociales parecen haberse convertido en el patito feo de las ciencias, como si su identidad y fiabilidad dependiese de la mayor o menor emulación a las otras, no obstante, la naturaleza y el papel de unas y otras no solo es diferente sino que es complementario. Ambos tipos son tan necesarias como diferentes. En ese contexto se comprende perfectamente que el trabajo no es comparable con el amor y no lo es por muchos motivos, motivos que casi da pudor tener que especificar.

De momento, nuestro idioma puede ayudarnos: más allá de regímenes y modelos de gobiernos son muchas las generaciones que han recurrido a la expresión «ganarse la vida» para hacer referencia a la exigencia de optar a un trabajo y con él a una remuneración digna. Si el trabajo no existe o sus condiciones son hasta tal punto precarias que dificultan el normal desenvolvimiento de la vida, la del trabajador en cuestión y la de las personas que pudieran estar a su cargo, puede convertirse en una auténtica odisea, un drama en ocasiones, a cuyo alivio se espera que, al menos en los Estados sociales y democráticos de Derecho, acudan esas instituciones cuya legitimidad depende precisamente de que lo hagan bien, proporcionalmente y a tiempo. Que no se preocupe la presidenta, que el amor queda al margen de las instituciones en el ámbito más profundo de nuestra intimidad y lo normal y deseable es que a las arcas públicas le salga gratis.

*Filosofía del Derecho. Univ. de Zaragoza