Con cinco años (ya sabemos que cuando la memoria se dobla a sí misma en el circuito de la vida, la biografía se somete con o sin consentimiento a una sutil cirugía novelada) vi mi primera película. No sé cómo ni con quién, ni si mis padres me dejaron aquel día al cuidado de algún pariente ignorante de la cartelera o sádico, pero allí estaba sentado frente al pase nocturno de M, el vampiro de Düsseldorf. Nunca olvidaré la mirada batracia del pobre Peter Lorre, asesino de niñas con la policía y la mafia persiguiéndole los talones. Tampoco la forma en que me encogí aterrorizado en una butaca que me atrapó para siempre. Porque de aquella temprana y perturbadora experiencia salí víctima del síndrome de Estocolmo y de parte del de Gotemburgo, deseando regresar al lugar del crimen de mi ingenuidad, raptado por la necesidad de descubrir las historias que podían contarse sobre aquella enorme sábana.

Más de cinco décadas después, la mayoría de las veces en soledad, la mejor compañía en el cine, mi filmoteca no tiene fondo. Esa insaciable fidelidad al celudoide (en viejos formatos y novedosas tecnologías) no me ha hecho experto de nada; más bien espectador compulsivo. Por el camino, sin embargo, sí se me ha agudizado el olfato para saber cuándo algo grande está ocurriendo en la sala. Lo confirmo cuando en la lluvia final de los créditos me cuesta articular las emociones que se han ido esparciendo por el tablero de la admiración.

Me ha ocurrido con El hilo invisible, de Paul Thomas Anderson, sublime ejercicio de dirección e interpretación (en la despedida de Daniel Day-Lewis, seguramente con su cuarto Oscar bajo el brazo en lo que supondría un récord de estatuillas a actor principal) Trata sobre las costuras del amor, tan frágiles, tan hermosas, de cómo no existe un patrón para definirlo en su complejo y envolvente diseño. De cómo se puede ocultar cualquier cosa en los forros de las prendas del más grande de los sentimientos. Dos almas sin nada en común dan puntadas en el aire hasta encontrarse y sufrir. Es decir hasta amarse. Sencillo veneno. Hilo invisible por el ojo de la aguja de los misterios artesanales.