Con el precio del barril de petróleo en el umbral de los 40 dólares se evaporan todas las esperanzas apuntadas en primavera de conseguir estabilizar el precio en torno a los 30 dólares para el resto del año. Quien más podía hacerlo, los países de la OPEP, han cumplido su parte de aumentar la producción en lugar de restringirla como pretendían a finales del 2003. Ha servido de poco. Otras incertidumbres han pesado más: al aumento de la demanda en EEUU y países asiáticos se ha sumado el fiasco de Irak y el riesgo de que se pierda el suministro de crudo de Rusia o de países de la OPEP (Venezuela y Nigeria).

Por su influencia transversal en toda la economía, el nuevo precio del barril obliga a dos tipos de decisiones. Cuanto más dependiente del petróleo es un país --y España está entre los de mayor riesgo dentro de la UE--, más debe tomar medidas de ahorro y fomento de otras fuentes energéticas. En segundo lugar, habrá que proceder a una revisión de la fiscalidad de los carburantes por su especial incidencia inflacionista en muchas actividades económicas. Nuestra pertenencia a la UE obliga a que esas medidas se acuerden conjuntamente, y sorprende no percibir ya una mayor preocupación de los comisarios europeos.