Entre la hilaridad propia que despiertan los bufones y el esperpento de un patio de butacas que ríe sus gracias, asistimos estos días a un nuevo y poco edificante episodio llamado pequeño Nicolás, nombre familiar con el que se conoce a su protagonista, Francisco Nicolás Gómez Iglesias. Discípulo brillante en la escuela de las juventudes del PP, las fantásticas aventuras de este joven de 20 años han salpicado la imagen del Gobierno, la Moncloa, la Zarzuela, el CNI y la cúpula empresarial en una carrera fantasmagórica que culminó con su presencia en el solemne acto de proclamación del rey Felipe VI. Independientemente de las presuntas debilidades del perfil psicológico de este muchacho, el caso Nicolás constituye una metáfora bufa de los códigos sin filtro alguno que rigen el panorama político. La reciente actuación televisiva de Nicolás y su conversión en estrella mediática han provocado inmediatos desmentidos oficiales de las instituciones involucradas. No basta. Son precisas mayores explicaciones y, en su caso, petición de responsabilidades. El problema no es solo de Nicolás.