La exposición Picasso-Lautrec organizada por el Museo Thyssen es una de las más estimulantes que he tenido el placer de visitar en los últimos años. Dos genios frente a frente, cogidos de la mano entre la selva de las vanguardias de finales del siglo XIX, prefigurando juntos lo que iba a ser la modernidad pictórica, artística, y seguramente la modernidad a secas.

Curiosamente, no llegaron a conocerse. Henri Toulouse-Lautrec, cuya vida apenas superó la treintena, ya había muerto cuando Pablo Picasso llegó por primera vez a París en busca de inspiración y fortuna. A Picasso nada le hubiera gustado tanto como conocer personalmente al que consideraba uno de sus maestros, y tal vez el maestro. Su encuentro no pudo ser, pero Lautrec siempre estuvo muy presente en el pensamiento picassiano, en sus búsquedas y trazos, en la interpretación de aquellos seres marginales, prostitutas, equilibristas, mendigos, bohemios, modelos, bailarinas, que inspiraron una y otra vez sus respectivas obras. Hay algunas, incluso --carteles de cabarets parisinos, bocetos de figuras y rostros--, que resultan francamente indistinguibles, como si uno y otro se hubiesen intercambiado las paletas y las ideas, los pinceles y los colores, pues hasta en los tonos elegidos para los vestidos y sombreros, tarimas y cortinas, en el carmín de los labios o en el sombreado de los ojos se advierten afinidades que no pueden ser sino deliberadas.

Picasso, por diversas razones, una de ellas, sin duda, la de su longevidad, fue más allá que Lautrec. El genio de Albi no vivió lo suficiente para acompañarle en el descubrimiento del cubismo, al que Lautrec habría aportado una nueva visión, ni tampoco lo escoltó en su camino de retorno hacia esa temprana fascinación por el arte oriental y africano, por las religiones animistas y el panteísmo natural que tanto influyeron a Picasso en otra de sus numerosas etapas. Nadie sabe, pero sí podemos imaginarlo, el tipo de milagros que habrían ocurrido de haberse conocido y tratado ambos pintores, de haber trabajado juntos en algún proyecto común. El destino no lo quiso.

Sí, por suerte, los ha reunido ahora en las galerías del Museo Thyssen, donde conversan sobre temas eternos y frívolos, sobre diosas griegas y reinas del cabaret, sobre Renoir o Gauguin con la misma intensidad que analizarían la mirada de un famélico arlequín. Ellos eran los dioses.