Para quienes de niños vivimos los tiempos del Nodo, su telón musical podría perfectamente enmarcar la siguiente entradilla a la noticia que se reproducía en El Eco de Aragón el 5 de marzo de 1868: «Treinta años han pasado desde que las huestes carlistas acaudilladas por el rebelde Cabañero, sorprendieron en medio del silencio y de la oscuridad de la noche a la noble y valiente ciudad de Zaragoza, en todos tiempos baluarte invencible de las libertades patrias».

Recordemos: en la madrugada del lunes, 5 de marzo de 1838, Zaragoza dormía apaciblemente arrullada por el canto del cierzo, cuyas notas de viento parecían repetir aún la alegre melodía que -al son del himno de Riego- un grupo de mujeres de la ciudad, acompañadas de rondalla, había dedicado, durante el hermoso púrpura atardecer, a los carlistas presos en la cárcel de la Aljafería: «Si Carlos quiere corona, que se la haga de papel, que la Corona de España, no se ha hecho para él».

A las 4 de la mañana, ni el general Esteller (que en 1808 había sido secretario de la Junta Suprema Nacional, en representación del rey Fernando VII, frente al gobierno intruso de José I) al mando de las tropas de Isabel II en Zaragoza, ni la propia Milicia Nacional de la ciudad, también leal a la reina, podían imaginar siquiera que el a sus 38 años general carlista Juan Cabañero (aragonés de una pieza, turolense por más señas, natural de Urrea de Gaén) entraría sigilosamente en la madrugada de aquel ventolero día de invierno en Zaragoza, al frente de cuatro batallones y dos escuadrones de caballería carlistas, escalando la muralla y dejando franca a su ejército la Puerta del Carmen.

Cabañero había hecho lo que hubiera parecido misión imposible a cualquier general francés de Napoleón: recorrer con sus tropas una distancia de 50 kilómetros, a pie y en poco más de un día (desde Ariño, pasando por Lécera y Belchite), y tomar por sorpresa, durante la noche, la ciudad de Zaragoza. Tal hazaña no podía valer menos que una buena taza de chocolate, como la que muy feliz se prometía tomar Cabañero, acompañado de su estado mayor, en casa de una acomodada familia en la calle de San Gil.

Sin embargo, tantos soldados a la fuerza habían de hacer ruido, hasta el punto de desvelar el sueño de un baturro anciano de la calle de San Pablo, quien acertó a asomarse a la ventana de su alcoba, y al ver a tanto personal en la calle y a tan altas horas de la madrugada, preguntó: —«¿Sois tropa?» Y le contestó un carlista, aunque tenía tajantes órdenes de silencio: —«Somos los faiciosos que hemos fraudulentado la Puerta del Carmen».

Y ahí se acabó la discreción. En todos los barrios de la ciudad la gente se empezó a barruntar que algo grave estaba sucediendo y se echó a la calle, enfrentándose con inusitada ira y valentía a sus invasores paisanos carlistas. La lucha empezó a ser cruel y la sangre de más de dos centenares de personas (en su mayoría soldados carlistas nacidos en diferentes pueblos de las tres provincias aragonesas) enrojeció las calles de Zaragoza.

A aquellas alturas del desastre, y en medio del terrible drama alentado por voces que llamaban al degüello de los asaltantes, los oficiales carlistas habían ordenado a sus tambores que hicieran tocar a retirada, mientras que los de la Milicia Nacional les habían ordenado que lo hicieran llamando a la movilización.

Aún no había amanecido del todo en Zaragoza y en una tan angosta como oscura calle, próxima al Mercado Central se juntaron frente a frente dos de estos heraldos de tropa. El uno preguntó: —Por qué tocas a retirada? -Tengo mis órdenes. —Y tú por qué tocas a generala? —Tengo mis órdenes también. En ese momento, una explosión iluminó los rostros de ambos: uno lucía la boina roja carlista y el otro el uniforme azul de la Milicia Nacional de Zaragoza. Ambos se miraron apenas unos segundos, al cabo de los cuales cada uno continuó con su camino y con su propio redoble. En el fondo, ambos parecían admitir así, recíprocamente, la legitimidad del sonido que emanaba de la piel de sus tambores. ¿Hasta cuándo seguiremos escuchando sus redobles?.

*Historiador y periodista