Uno de los personajes más interesantes de la historia de Zaragoza es Ramón Pignatelli. En el marco de la consolidación de la dinastía borbónica, entre la Ilustración y las revueltas populares, en medio de una España siempre a medio hacer o deshacer, este singular canónigo y político emergió en la Zaragoza del siglo XVIII como una luminaria, con muchas luces, también con sombras.

De esos contraluces de la historia lo ha rescatado Domingo Buesa en su novela La tarde que ardió Zaragoza. Una trama que asimismo recupera el llamado motín de los broqueleros», un episodio de violencia con intriga de fondo que puso en jaque a las autoridades y en solfa la política de precios de productos de primera necesidad.

Sobre aquella Zaragoza de 24.000 habitantes (como hoy Calatayud, más o menos), cuyos límites venían a coincidir con lo que hoy entendemos por su casco antiguo, Pignatelli volcó toda su imaginación y capacidad gestora. Educado en Italia (su apellido desciende de la nobleza italiana) su amplia y humanística formación incluía las disciplinas clásicas, Filosofía, Derecho, Matemáticas, Ciencias Naturales, conocimiento de las administraciones de su tiempo y amplias nociones de Ingeniería y obras públicas. Ese caudal intelectual, unido a su carácter emprendedor y a su visión de lo que debía ser el progreso, lo llevó a poner en marcha medidas de salubridad, reformas agrarias, viales y suministros, o herramientas de desarrollo como la Sociedad Económica de Amigos del País o el Canal Imperial de Aragón.

Según Buesa, Pignatelli no fue ministro de Carlos III simplemente porque no quiso. Había vivido y corrido mundo y estaba a gusto en una Zaragoza que pretendía forjar con sus propias ideas, y en la que convivió con personajes como el conde de Aranda, Goya, Martín Zapater o… el seductor Casanova, quien, en su deambular por las cortes de Europa, visitó la antigua capital del reino de Aragón presumiendo de su origen aragonés.

La obra de Pignatelli fue destruida, como la ciudad que contribuyó a reformar, por la guerra de Independencia. Aquella metralla sepultó la capital ilustrada. Quedó su memoria, que deberíamos, no solo conservar, sino aplicar en sus cimientos y enseñanzas, siendo el pasado el mejor maestro del futuro.