El líder de Vox, Santiago Abascal, ha evocado una antigua (y pésima) costumbre entre los diputados españoles: ir armados al Congreso.

Abascal lo hace, ha explicado uno de sus portavoces, Jorge Buxadé, con aspecto de científico nazi, porque tiene permiso de armas y estuvo amenazado por ETA. Por la misma o superior razón muchos diputados populares o socialistas podrían haber acudido o seguir acudiendo armados a la carrera de San Jerónimo o al Senado, y no lo han hecho (que sepamos). Buxadé sólo estaría de acuerdo con que se chequeara o cacheara a su líder si asimismo son chequeados o cacheados el resto de los diputados, entre los cuales, sospecha Vox, puede haber adictos a las sustancias psicotrópicas o terroristas dispuestos a introducir artefactos explosivos, tal como sucede normalmente entre yihadistas, mafias o bandas armadas.

Éste es un poco el ambientillo, el día a día entre nuestros ilustres representantes.

¿Estarán locos? No hay día en que sus señorías no nos den un ejemplo de la peor educación. Incluso en el saloon del salvaje oeste había más civismo; al menos, los pistoleros dejaban fuera la chatarra. Imagínense que cualquiera de nosotros, al comienzo de una reunión de trabajo, exigiera que un guardia de seguridad comprobara si los asistentes a nuestra cita traen navajas, pipas o coca para empolvarse. Y, aunque no fuera así, igualmente seguir sospechando de sus criminales intenciones. ¿Verdad que a nadie en su sano juicio se le ocurriría comportarse de semejante manera?

El último en sacar en el Congreso un revólver y unos cuantos subfusiles fue el teniente coronel Tejero, en febrero de 1981, pero en las legislaturas de la Restauración, en la dictadura de Primo de Rivera y en la II República no fueron excepcionales los diputados que llevaban un hierro a su escaño del Congreso. Manuel Azaña lo comenta en sus Diarios, sin ir más lejos.

La página histórica era, naturalmente, otra, como otra era entonces la violencia política. Los asesinatos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo o el tiroteo contra Largo Caballero, entre otros muchos atentados, hicieron el clima irrespirable.

Pero tampoco hoy respiramos tranquilos.