Pareció, al principio, que se trataba de un castigo divino que caía sobre los que cometían el pecado nefando, o dicho, de manera castiza y peyorativa, que eso del sida era cosa de maricones. Pero los asuntos de enfermedades y plagas suelen estar cerca de los virus y las bacterias y bastante alejados de la mano de Dios, así que la enfermedad aparentemente marginal y especializada se ha convertido en una plaga que crece de manera imparable y que afecta a homosexuales, heterosexuales, africanos, asiáticos y... occidentales. En una sociedad eminentemente móvil creer que una enfermedad puede vallarse en un par de continentes es como intentar detener una inundación embotellando agua.

A algunos líderes religiosos se les ha ocurrido que el mejor remedio para luchar contra el sida es la castidad, y desde luego sería tan efectivo como prohibir la circulación de automóviles y camiones para acabar de una vez por todas con los accidentes de tráfico, pero la sociedad está compuesta de seres humanos, no de ángeles, arcángeles, y demás seres de cuerpo glorioso, exento de necesidades y problemas fisiológicos.

El sida será tomado en serio por los grandes dirigentes mundiales a partir del momento en que los auténticos jefes, los que les pagan las campañas electorales, se percaten de que la plaga les va a afectar en los balances de sus empresas. Ya decía Maquiavelo que un hombre puede olvidar el nombre del asesino de su padre, pero no se olvida nunca de quién le robó la cartera. El sida, que puede convertirse en la primera causa de muerte de la Humanidad, trae con esos cadáveres la ruina y la pobreza. La ruina y la pobreza siempre atacan primero a los que ya la padecen, pero en cantidades suficientes, llega a afectar a los ricos. Del sida nos va a salvar, no que produzca millones de muertos, sino que su presencia merme la cuenta corriente de los ricos. Los ricos van a entrar en acción. Y, cuando los ricos defienden sus intereses, siempre son de una gran eficacia.

*Escritor y periodista