Después de 64 días de haber ganado las elecciones en EEUU, Donald Trump ha celebrado su primera conferencia de prensa. Pero, para el presidente electo, atender a los medios de comunicación no implica someterse a sus preguntas. Es él quien pretende someter a los periodistas. Fiel al estilo atrabiliario que lo ha aupado a la presidencia, Trump arremetió contra los que pronto serán sus servicios de inteligencia y contra la prensa, negando la palabra al cronista de la CNN Jim Acosta porque su medio había descrito, sin divulgarlo, el comprometedor dosier sobre los ocios y negocios del magnate en Rusia: «You’re fake news» (Sois [un medio de] noticias falsas). Sabía de qué hablaba: sin los infundios viralizados por Facebook tal vez no estaría a punto de sentar sus reales en el Despacho Oval. No se equivocó Trump: sabía lo que hacía. Sí erró el periodista que empuñó el micrófono tras el veto a Acosta. Y sus compañeros, al no abandonar de inmediato la sala de prensa, dejando a Trump con el insulto en la boca. Porque el derecho de los ciudadanos a la información, del que el periodismo sigue siendo solitario garante, no se defiende solo formulando las preguntas necesarias; también poniendo en evidencia a quienes las rehúyen mediante respuestas falsarias o escudados tras un plasma.

El icónico monitor tras el que se atrincheró Mariano Rajoy para no rendir cuentas sobre las miserias de su partido y de su tesorero empequeñece al lado de la muralla plasmática que ha erigido este magnate sin escrúpulos ahora disfrazado de líder mundial. Bajo el perfil de Twitter desde el que ya ha empezado a gobernar --amedrentando a periodistas, artistas, empresas y aliados de EEUU-- se esconde la tupida red de intereses económicos y conspiraciones que, con la ayuda de Vladímir Putin y bajo su estricta observancia, le han abierto las puertas de la Casa Blanca. Que abandonen toda esperanza los ilusos confiados en que la asunción del poder cambiaría al zar Trump. Es él quien se dispone a cambiar el mundo. Y para mal.

*Periodista