Debió de ser en el año 1993. Juan Bolea publicó una columna que tituló Pobres de los pobres. En ella denunciaba la práctica imposibilidad de muchas personas para acceder a la nueva prestación, (el Ingreso Aragonés de Inserción), dada la cantidad de documentos que la Administración exigía de los candidatos. El columnista concluía que se estaba invitando al pobre «a seguir durmiendo a la intemperie hasta que el rocío de la mañana le cierre los ojos para siempre. A veces, la burocracia se escribe con dos erres. Son solo pobres, en fin. Y con grandes posibilidades de seguir siéndolo». Yo me recorté aquel texto y año tras año lo he fotocopiado cientos de veces y comentado en clase, con la pretensión de que los futuros trabajadores sociales fueran conscientes de que a veces las exigencias administrativas impiden a algunas personas el acceso a prestaciones sociales. Y que hay que empatizar, y ponerse en su lugar, y tratar con ellos de agilizar en lo que se pueda con el fin de tratar de impedir la cronificación de la pobreza y garantizar en todo momento la dignidad de todas las personas y sus derechos. Treinta años después, otra periodista y escritora, Sara Mesa, nos interpela con su libro Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático (2020. Anagrama) en el que la autora relata el suplicio de la protagonista para acceder a lo que tiene derecho y alejarse de la miseria. El relato de Sara lo deberían leer todas aquellas personas relacionadas con la gestión del nuevo Ingreso Mínimo Vital y también todas aquellas que andan pensando en la «simplificación administrativa». Supongo que tal simplificación no será solo para las empresas. Quizás entonces se decidan a abolir obstáculos, como la famosa línea 900, y dejar a los trabajadores sociales hacer su trabajo. Sin tanta «burrocracia», que diría Bolea.