Fundador y primer director de El País, emblemá- tico y principal diario de Madrid que acaba de cumplir cuarenta años muy intensos, Cebrián ha escrito un libro trepidante que subtitula Vida de un periodista, 1944-1988; es el primer tomo de sus memorias. A sabiendas de que «escribir la propia biografía es de los actos más genuinamente narcisistas que puedan imaginarse», advierte de que todo lo que dice es cierto, aunque acaso no la única versión posible; que su descripción de sus relaciones con el poder, sus visiones profesionales, sus convicciones intelectuales, no busca el documento histórico, el ditirambo autocomplaciente ni pequeñas venganzas. El lector juzgará.

La primera parte, siendo brillante e interesante, porque sistematiza y describe muy bien los ambientes de la Transición, no aporta muchas novedades, salvo su personal punto de mira. En un país donde hasta hace poco casi nadie publicaba memorias, las suyas explican, buscan comprensión y respeto, admiración quizá, no creo que afectos. En su formación, -abuelo republicano y padre falangista-, lo principal es el reguero de experiencias, que comienza cuando se ve «uno de los raros españoles que podían presumir de ingresar en la universidad tras haber leído… el Quijote». Pronto, nos dice, «el periodismo se convirtió en algo connatural a mi persona». De los comienzos madrugadores e importantes, en Informaciones y Pueblo, en la TVE de Arias, en Cuadernos para el diá- logo, le viene esa rapidez y eficiencia en la toma de decisiones, también esa arrogancia y mal genio. Quiere y no quiere justificar todos esos pasos, ambiguos, difíciles, de juventud extrema.

La fundación de El País es el epicentro. Un diseño -físico e intelectual- feliz, amplios poderes, una plantilla de lujo de periodistas que harán respetar su nombre, y economistas (Fuentes, Rojo), críticos (Pradera, Aguirre, Conte, Deaño, Amón, C. Serraller, Llovet, Haro, F. Santos, E. Franco) y tantos otros colaboradores y amigos. Pronto habrá grandes conflictos con los accionistas. Cebrián no matiza sus juicios sobre la debilidad de José Ortega Spottorno, pero cada vez se compenetra más con Jesús Polanco. Son especialmente duras las relaciones con el «traidor» Darío Valcárcel, brazo mal encubierto de Areilza. O los enfados de Fraga que no se reconoce en el periódico que ayudó a fundar. El problema, como de tantos medios y grupos culturales que presumen de independencia, es que los demás creen que es casi una correa de transmisión del PSOE, con el que tiene sin embargo muchos desencuentros, en especial con Alfonso Guerra («provinciano necesitado de impostar»). Como los habidos con Martín Prieto o Umbral, dos amigos rotos.

Testigo de primera mano en muchos acontecimientos, es reveladora la narración de su conocimiento, por una llamada de Adolfo Suárez en noviembre de 1978, de una temprana conspiración de Tejero e Inestrillas. Y, claro, la noche del golpe del 23-F de 1981, o los secuestros de Oriol y Villaescusa. O su mediación directa en el secuestro de Javier Rupérez, o tantas otras historias que relata con aire de thriller.

Viajes frecuentes y envidiables, sobre todo a México; contactos con altos políticos y grandes escritores. Es la consecuencia de las excepcionales oportunidades, como también de su gusto por la literatura, el cine, el arte, que forjan un intelectual rocoso que logrará pronto silla en la Real Academia. Comidas frecuentes con personas clave en la política española. Personajes que evoca con admiración y afecto, desde Ruiz Giménez y Clemente Auger a Pío Cabanillas y Rosón; Pepín Vidal Beneyto o Enrique Ruiz García, el rey y el entonces príncipe, Juan Bosch o el portugués y su alter ego, Pinto Balsemâo. O su aná- lisis precipitado y despectivo de Suárez, luego rectificado.

El estilo es desenfadado, preciso, adjetivando contundente, repartiendo responsabilidad y sorna. Hay muy pocos errores, pero los hay, porque dice descuida papeles y consultas: ni Tierno, como dicen casi todos, estuvo en la manifestación del 65 por la que fue expulsado (al solidarizarse de inmediato con Aranguren y demás), ni Antonio Fontán era catedrático de Derecho sino de Latín. Más duros son los comentarios sobre algunos amigos, en especial el duque de Alba, innecesarios pues ya lo vapuleó cruelmente Morán.

Estos libros deberían aportar índice onomástico, aunque quien firma no es quien para exigirlo, pues los omitió en sus dos mil páginas de memorias, en escasas ocasiones paralelas a las de este libro; porque Cebrián, como El País, han mirado muy poco hacia Aragón, apellidándose prensa «nacional» porque sale en Madrid.

No hacía falta, en mi opinión, que el destacadísimo periodista, tan adulado por unos, tan temido y odiado por otros, se expusiera promocionando la edición con desgana y enfados a varias duras entrevistas, que nada añadieron y sí agrisaron esa figura clave del periodismo español contemporáneo. Porque este libro se vende solo.

*Catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza