Gracias a que fui joven en los años 80 y 90 y trasnoché muchísimo, hoy aborrezco de las borracheras, el ruido y las aglomeraciones, por lo que, desde que empezó el siglo XXI, prefiero pasar la Nochevieja en casa. Eso no significa que me resulte indiferente. No me perdería las uvas ni la copa de cava, soy demasiado miedosa o llamémoslo supersticiosa para suspender el ritual. ¿Y si los hados se cobraran venganza? Pero los rituales, como otras cosas, a veces se van construyendo sin que uno mismo ni lo sepa ni lo decida, y en la primera mañana del año me desperté temprano con la imperiosa necesidad de limpiar el salón y la cocina de arriba abajo, como si no pudiera pasar al año siguiente con la mugre del anterior.

Mientras el maestro Gustavo Dudamel dirigía estupendamente a la Filarmónica de Viena, yo pasaba escoba y fregona bajo los muebles, no fuera a escapárseme alguna mota de polvo del pasado. No contenta con eso, fui en busca del cesto de la ropa sucia y puse la lavadora para que por el sumidero desaparecieran también los lamparones y manchas del ciclo temporal que concluía. He de decir que los valses vieneses me parecieron el ritmo más adecuado para la limpieza del hogar y enseguida tuve que quitarme la bata (no, todavía no me había duchado ni vestido, ese sería el siguiente paso) y apagar la calefacción, cosa que, imagino, el medioambiente madrileño agradeció. Entonces llegué a un rincón en el que se acumulaban unas hojas verdes y rojas ya descoloridas. Eran los restos de la poinsettia que mi madre inexorablemente me regala cada año sin darse cuenta de que ella tiene un don para las plantas, pero a mí, que soy un desastre y o las mato de sed o las ahogo, esa planta me obliga a enfrentar un dilema moral insoportable: quiero que muera de una vez porque me hunde verla morir lentamente. Miré la planta y entonces reparé en que hay cosas que por mucho que barramos, arrastraremos de un año a otro. Y a otro y a otro... Solo cabe aprender a aceptarlo.

*Cineasta