Las polémicas artificiales urdidas en los pasillos del Congreso que dan para medio informativo, las noticias inventadas (o a medias) en boca de un portavoz con rango de ministro o que si el trumpismo cañí está en los vasos sanguíneos de la oposición. Este es el resumen de lo que se ve en el gallinero de la política nacional cada día. Y es aplicable a todos, sin excepción.

Eso sí, cuando un medio de comunicación contrastado saca a relucir las vergonzosas (y vergonzantes) cuestiones internas de un partido, tanto en forma de indicios de corrupción, incoherencias políticas con su discurso o una notable mala gestión, la culpa siempre es del periodista, del editor oligarca o de las fake news. Esta es la cortina más manoseada de la clase política para tapar sus oprobios.

Es el comodín del maniqueísmo que solo promueve la polarización política sin que quepa ninguna crítica valida hacia el poder. La enfermedad social enquistada en cada conversación de bar con el nivel actual de la política nacional.

O se corrige el rumbo de un Parlamento desquiciado en la exaltación del sectarismo, o en la creencia de que el grito identitario convence, o estamos condenados a caer por el barranco de lo irreparable.

Explica Roca Barea que España está en un proceso de balcanización política, a pesar del rechazo de la mayoría de los españoles. «Tenemos desde hace tiempo unas clases dirigentes que se dedican a fragmentar para adquirir poder», dice.

Pero el auge de los extremismos en nuestra tarta electoral es el síntoma de la falta de compromiso de los partidos hegemónicos durante las últimas décadas por acudir a los grandes consensos constitucionales.

Es inasumible un acuerdo generacional entre decenas de partidos políticos, a cada cual más diferente, excluyente o intolerante, si el bipartidismo histórico fue incapaz no hace tanto.

Lo cual, termina por fomentar la explotación de la división o por incrementar los hechos diferenciales entre iguales para manipular con más facilidad los sesgos identitarios o cognitivos de un país que ya no recuerda cuándo navegó con tranquilidad sin ningún sobresalto constitucional.

Es evidente que la polarización es el principal problema para cualquier democracia. Sin consensos o sin el reconocimiento de legitimar al diferente, el país se enroca en la inacción.

El bloqueo institucional se perpetúa sin ahondar en las grandes reformas que un país, por el contexto global de incertidumbre, necesita urgentemente.