Dice la sociología parda que una de las instituciones patrias, por encima de tantas otras menos arraigadas, es la siesta.

Con vistas a rentabilizar una costumbre tan secular como ibérica, una empresa acaba de abrir locales en Madrid donde es posible echar una siesta de una hora o treinta minutos, pagando combinadamente por el tiempo de ocupación y el soporte a elegir para el descanso: cama, sillón abatible, sillón... El servicio, especialmente diseñado para ejecutivos que en los llamados centros financieros precisan de un breve paréntesis a fin de encarar con mejores condiciones sus obligaciones vespertinas, ha debutado con éxito y no sería de extrañar que en breve acabara trasladándose a otras ciudades, Zaragoza entre ellas.

La siesta está asimismo muy arraigada en la política española.

Si no, que se lo pregunten a Mariano Rajoy, cuyo plácido relajo se extiende no sólo al período estival, con el caloret, abarcando buena parte del resto del año.

De hecho, el presidente se estaba echando la siesta del carnero cuando lo despertó Irene Montero con un inventario de corrupciones en clave de moción de censura y tuvo que levantarse del escaño-cama para comprobar que no estaba sufriendo una pesadilla, aunque la realidad diera todavía más miedo.

Duerme Ciudadanos la siesta del recién casado en brazos del narcotizante partido con que ha emprendido luna de miel en el ardiente verano. Duermen los socialistas tras la fatiga de su guerra interna intentando despertar al partido, refrescarlo y vigorizarlo para que no vuelva a tumbarse en los escasos laureles que le quedan. Y duerme Izquierda Unida, el querube rojo, Alberto Garzón, en brazos de un Pablo Iglesias que lo mece en el escaño-cuna con mimo y chupetín, para que no despierte del largo sueño con el opio del pueblo.

No duerme la siesta, en cambio, Carles Puigdemont, que descansa de pie, como las garcetas del delta del Ebro, haciendo el nido, la urna, en medio del barro del independentismo, picoteando aquí y allá en busca de mareas, pájaros de cuenta e hipnóticos para esa población tan poco suya y española que en Barcelona se empeña en seguir durmiendo la siesta con pijama, padrenuesto y orinal, como aquel Nobel que lo fuera pese a no escribir en catalán.

España, en su eterno tiempo detenido, respeta la siesta veraniega mientras el mundo se cae o se levanta, qué más da.