La política que es un oficio y requiere que el oficiante domine aquello que deba dominar la persona designada para el puesto de que se trate de ocupar, estando dotada de la indispensable aptitud, conocimiento y afán de contribuir a la consecución de las tareas bajas o altas, que corresponda desempeñar, ejerciéndolas con la objetividad exigible y siempre en provecho público.

Los que llamamos políticos, ingresan en la vida pública de otra manera; no acceden a funciones públicas por oposición sino por elección popular o por nombramiento hecho por quienes hubieran sido elegidos y tuvieran esa potestad.

Hay pues, que distinguir dos vías básicas para acceder a alguno de los oficios que cabe llamar políticos: la de los que ingresen por oposición libre y otra, la de los elegidos por sufragio popular o indirectamente, por designación de los que por vía electoral, alcanzaron algún cargo que conlleve la potestad de nombrar colaboradores.

A los del primero de esos dos grupos, los conocemos como funcionarios y al del segundo, como políticos; los del grupo primero suelen venir para quedarse y los del segundo para tenerse que marchar cuando acabe el correspondiente período electoral y en ambos casos, sin perjuicio de la excedencia que el funcionario puedan recibir a petición propia o por aceptar un cargo público que formalmente sea de ejercicio incompatible con el de funcionario. No obstante, potencialmente, políticos somos todos los ciudadanos «en estado de servir» y naturalmente, guste o no guste, en condiciones normativas de ejercer los derechos y deberes ajenos a la ciudadanía.

Existe quien sostiene que la política es el reino de la polisemia, en el que el que casi cada palabra recibe una diversidad de significaciones, algunas con aire dogmático y la mayoría con carácter meramente táctico; ¿quién se aventura a definir qué es la Patria, qué es la Nación o qué es el Estado? Y en el mismo campo de lo problemático, ¿qué es la autonomía? Constitucionalmente, nuestra Carta Magna con un sentido puramente democrático, no pudo reconocer diferencia alguna de privilegio que primara a alguna Comunidad sobre las restantes. Aunque pareciera que la Constitución reconocía ciertas preferencias en pro de alguna Comunidad (¿cuestión de formas?) no admitió que implicaran «en ningún caso, privilegios económicos o sociales» (¡cuestión de fondo!).

Basta releer el art. 138.2 de nuestra Carta Magna para entender que «las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónoma no podrán implicar en ningún caso, privilegios económicos o sociales». Y el art. 139.1 añade un mandato inequívocamente complementario: «...todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». Carecería de sentido intentar ahora, una relectura «en nombre de la paz! (?) que viniese a decir que algunas comunidades son más que las restantes, algo así como «fragmentos de Estado», antañona tesis de Jellinek rescatada del alcanfor para proponerla como insólito e inveraz remedio que no acabaría con conflicto alguno; por ejemplo, disponer de dos lenguas es una suerte pero no da acceso a otros derechos que los demás no tengan.

Es bien conocida la fama de chauvinistas que se imputa a los franceses a nivel de patria chica o menos chica. Voltaire criticaba esa patológica querencia por lo propio, hablando de una dama parisina que lamentaba la confusión de lenguas sucedida en la Torre de Babel convencida de que de no haber ocurrido, todo el mundo hablaría francés.

Vinculado con la idea de Europa Unida, el continente entero debe componer una escala de valores que representen a su vez, una escala de poderes capaces de corregir día a día, cualquier tendencia disgregadora y de estimas unidades existentes como las comunidades autónomas aunque huyendo de los extremos; ni una Europa de cien regiones y ningún Estado ni una unión continental que ignorase la existencia de entidades públicas inferiores dentro de cada Estado de la UE dotadas de poderes y vida propia.