Soy consciente que este artículo molestará a muchos. Quiero revalorizar la actividad política, tan denostada y criminalizada mayoritariamente en la sociedad. La clase política tiene sus defectos y sus virtudes como otras profesiones. Por supuesto, es mi visión personal. Mi preocupación no es agradar. Si a alguno le molesta lo que escribo, pues, ¡qué le vamos hacer! Tampoco pretendo convencer a nadie. No quiero someterme a la teoría sociológica de la espiral del silencio.

Recurro a Manuel Azaña, a su discurso Grandezas y miserias de la política pronunciado en abril de 1934, cuando estaba apartado de la actividad de gobierno, en la Sociedad de Los Sitios de Bilbao, donde obsequió al auditorio con unas hondas reflexiones como hombre político. Su oratoria fue impresionante. Como él dijo: «Con un solo discurso me hacen presidente del Gobierno». Nunca quizá un solo discurso había valido tanto. Pero, ¡qué discurso! El de la política religiosa, en el Congreso el 13 de octubre de 1931. Hasta Ortega cabeceaba asintiendo.

Considera la política como la aplicación más completa del espíritu, tanto del entendimiento como del carácter. La política, como el arte, como el amor, no es una profesión, es una facultad, que no tiene nada que ver con la elocuencia. La facultad política se tiene o no se tiene, y el que no la tenga, inútil será que se disfrace con todos los afeites exteriores del hombre político, y el que la tiene, tarde o temprano es prisionero de ella. Un hombre político tiene que sentir emoción delante de la materia política. La emoción política es el signo de la vocación y la vocación es el signo de la aptitud.

Los móviles que llevan a la política pueden ser: el medrar, el adquirir, el lucirse, el mandar, el vivir mejor y hasta un cierto donjuanismo. Mas, no son los auténticos de la verdadera emoción política. Los auténticos son la percepción de la continuidad histórica, de la duración; es la observación directa y personal del ambiente que nos circunda; observación respaldada por el sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las sociedades humanas. De la combinación de los tres elementos sale determinado el ser de un político. He aquí la emoción política. Con ella, el ánimo del político se enardece como el de un artista al contemplar una obra bella, y dice: vamos a dirigirnos a esta obra, a mejorar esto, a elevar a este pueblo, y si es posible a engrandecerlo.

El problema de la política es el acertar a designar los más aptos y los más dignos. Se fracasaba en los regímenes cuando el que elegía era la voluntad de un príncipe, su querida, o su barbero. La democracia es quizá y en teoría el mejor sistema para elegir a los más dignos. Aunque nunca es perfecta la elección.

La profesión política es tarea sublime, pero tiene sus servidumbres. A ellas me quiero referir. Todos los políticos son los más espiados, más juzgados, más escrutados y más sometidos a una crítica implacable. El político está siempre al borde del precipicio. Y si se cae, la gente dice: «Se le está bien empleado, era un majadero». La política no admite experiencias de laboratorio, no se puede ensayar, es un caudal de realidades incontenibles, no admite ensayo, es irrevocable, es irreversible, no se puede volver a empezar. Estas palabras son muy adecuadas para la situación del Gobierno de Pedro Sánchez. Es difícil encontrar a un político sometido a una crítica tan brutal. En el Parlamento, en los medios, en la sociedad y con una justicia al acecho. No tengo dudas que el Gobierno y sus técnicos asesores -Fernando Simón- lo han hecho lo mejor que han podido, como en Francia, Italia, etc. Y mucho mejor que en los Estados Unidos o Brasil. Y como señalaba Azaña, la política no admite experiencias de laboratorio, no se puede volver a empezar. Y es lo que han tenido que hacer. Tomar decisiones muy difíciles e irreversibles sobre la marcha, como el estado de alarma, sin libro de instrucciones, que afectan a la salud de más 47 millones de españoles es muy complicado. Gobernar con mayoría absoluta y con la economía boyante es fácil. Lo complicado es hacerlo con una pandemia, la más grave desde 1918, y con una crisis económica y social brutal. Y acosado por tierra, mar y aire. Con una oposición inmisericorde e implacable. Ahí se muestra la talla de un político. Políticamente el covid-19 derribará muchos gobiernos, pero las presuntas malas gestiones de este Gobierno --en todo caso habrá que juzgarlas después no ahora en medio de la pandemia-- no deben ocultarnos que los políticos son, hasta que alguien demuestre lo contrario, seres humanos mal pagados por el volumen de responsabilidad y riesgo que les exigimos y sobre todo, en estos momentos tan críticos. El sueldo de Pedro Sánchez es de 80.953,08 euros, que lo supera un gerente de una empresa mediana. Todo este contexto de presión brutal tiene que dejar unas secuelas profundas a nivel físico y psíquico en los miembros del gobierno, y sus asesores. Secuelas que estamos observando ya en aquellos que día tras día ante los medios están dando la cara, como Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Salvador Illa y Fernando Simón. Resulta muy fácil y gratuito lapidarlos a partir de nuestra tendencia política guiada más por la visceralidad que por la racionalidad, y también cuesta mucho, por impopular, agradecerles los servicios prestados.

*Profesor de instituto