Mariano Rajoy se vanagloriaba de ser un político previsible y verdaderamente lo era, hasta el aburrimiento. No todos lo son: el penúltimo ejemplo de político imprevisible que padecimos se llamaba Aznar y era un gris inspector de finanzas que presumía de ser un hombre corriente, ajeno al cesarismo del que acusaba a Felipe González. Pero eso fue hasta que probó el elixir mágico de la mayoría absoluta y se creyó ungido por superpoderes. Entonces decidió que él solito iba a sacar a España de no sé qué rincón de la Historia y nos metió en unos jaleos formidables con trágicas consecuencias.

Parece que la derecha española anda sobrada de efectivos de esa especie, proclives a transformaciones espectaculares y sorprendentes, porque Pablo Casado, sucesor de Rajoy y pupilo de Aznar, lleva camino de dejar en mantillas a su mentor. Primero fue solo en cuestiones de imagen, cuando se dejó crecer la barba. La cosa no iba más allá o eso parecía porque, a pesar de que parecía mayor, seguía comportándose con la desenvoltura juvenil de los chavales en un campamento del Frente de Juventudes.

Se envolció en la bandera codo a codo con Abascal y Albert Rivera, dio a la ultraderecha credenciales democráticas y expulsó a los abismos anticonstitucionales a todos los demás: socialistas, nacionalistas, podemistas y comunistas fueron a parar al mismo saco. Después llegó la pandemia y se hartó de certificar como bolivarianas todas las medidas sanitarias excepcionales que fue preciso adoptar, fomentó caceroladas en el barrio de Salamanca y consagró como puntas de lanza de su ofensiva a Cayetana Álvarez de Toledo, la refinada damisela que se equivocó de partido, y a Maribel Díaz Ayuso, exportavoz del perro de Esperanza Aguirre, que hace subir el pan cada vez que abre la boca. De paso, bloqueó la renovación del CGPJ (y de otras instituciones) pasándose los imperativos constitucionales por la Puerta de Alcalá y se dedicó a sembrar de insidias al Gobierno de España ante las autoridades europeas, a desacreditar a su país (ese al que tanto ama) y a poner en riesgo las ayudas comunitarias para la reconstrucción económica tras el covid 19.

Sería un error calificar estas actuaciones como deslealtad. Hasta ahora ha sido leal al proyecto de la derecha reaccionaria en España, que consiste en considerar el poder político como de su propiedad y si, por un azar de las urnas, ese poder recayera en la izquierda, aplicarse a socavarlo todo y correr a presentarse como salvadores. Bomberos después de ser pirómanos.

Así pues, mano a mano con los nostálgicos del franquismo y con los desconcertados náufragos de Ciudadanos, rescató parcelas importantes de poder autonómico y municipal. Las cosas iban por la senda marcada y, por primera vez, Casado parecía previsible. Tanto que Abascal, su socio y excompañero al que, como a Mussolini, le gusta vivere pericolosamente, se lanzó contra el Gobierno con una moción de censura en plena cresta de contagios por coronavirus y de una crisis económica que, para cualquier persona con dos dedos de frente, precisa una suma de esfuerzos en lugar de una bronca.

Cabe imaginar que Vox contaba con los votos del PP para escenificar un país dividido entre izquierda y derecha. Además, a Casado no le convenía irritar a quienes sostienen a su partido en parlamentos autonómicos y ayuntamientos. Pero le salió la vena imprevisible. Acaso porque alguien le alertó de los riesgos de ser engullido si actuaba de monaguillo, o tal vez porque el discurso del líder de Vox le abochornó incluso a él, el caso es que decidió votar no. Y apareció en la tribuna transmutado. Nada que ver con el de la plaza de Colón. Ahora representaba a una derecha europeísta y acusó a Vox de poner en peligro los fondos europeos, los mismos que, una semana antes, puso en peligro él en Bruselas.

Descubrió que la ultraderecha es frentista, que es destructiva, y mentirosa, y nociva, que nada tiene que ver con él y que hasta aquí habíamos llegado. Cualquiera habría dicho que el jefe del PP había llegado precisamente hasta aquí con una pistola en el pecho… o abducido por fuerzas misteriosas que no le dejaban ser él mismo.

Y corrieron los tertulianos a anunciar la buena noticia: se abre una nueva etapa. Y corrió Pedro Sánchez a congelar la reforma del Poder Judicial para dar tiempo a Casado a digerir su metamorfosis, de gusano filibustero a mariposa pactista. Incluso se habla de acuerdos presupuestarios.

Bueno… veremos. Primero veremos si Abascal cumple su poco velada amenaza de hacer la vida imposible al PP en las instituciones en las que depende de Vox. Veremos después si sus barones (y sobre todo la imprevisible baronesa madrileña) se tragan ese sapo o le ponen las peras al cuarto a su señorito. Y veremos, lo más importante, qué dicen los que tienen por el mango la sartén del dinero, esos mismos que han patrocinado con entusiasmo la línea seguida hasta ahora.

Me gustaría creer que ese cambio de rumbo supone un giro real porque no comparto la tesis de que al Gobierno le beneficiaba la polarización patrocinada por la derecha.

En un debate entre dos históricos socialistas como Ramón Rubial y Josep Verde i Aldea, al que asistí hace tiempo, Rubial dijo una frase que se me quedó grabada: «Si es bueno para el país, es bueno para el PSOE». Pero estos son otros tiempos y sobre todo, estos son otros políticos. Veremos, ya digo, porque cualquiera sabe por dónde pueden salir estos políticos imprevisibles y erráticos.