La huelga -primero encubierta, ahora parcial, e indefinida a partir del día 14- de los vigilantes de seguridad del aeropuerto de Barcelona ha derivado finalmente en una bronca política de formas y contenidos de un nivel bastante deplorable. Una actitud de los políticos que deja en un segundo plano las molestias a los pasajeros, las reivindicaciones de los trabajadores, la viabilidad de las empresas e incluso el prestigio de una marca turística de éxito como la de Cataluña y, por extensión, de España.

El último en entrar en este lodazal fue ayer el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Minutos después de reclamar -cargado de razón y de sentido común- que no se use el conflicto de El Prat por «razones políticas», no ha dudado en calificar de «mezquina» la actitud del Gobierno de la Generalitat por no ejercer sus competencias, en este caso las de mediación laboral, siguiendo en este punto al argumentario oficial de su partido en este tema. El fantasma del referéndum catalán ha aterrizado finalmente en el aeropuerto de Barcelona de la mano también de los activistas de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) que acudieron a las colas de El Prat a predicar las bonanzas de la independencia. Estamos pues en una espiral de despropósitos a la que se debería ponen fin lo antes posible.

Pensar que Aena, el ministerio de Fomento o quien fuera de la Administración central del Estado ha provocado expresamente este conflicto para perjudicar a los catalanes es tan poco sensato como sostener que la Generalitat no ha querido solventar el conflicto laboral para desprestigiar a España y al Estado. La crítica política debería tener siempre como límite el sentido común. De lo contrario, los ciudadanos en lugar de sentirse representados se sienten alejados de quienes intervienen en el debate público. Aena ha tardado en acudir a las negociaciones porque entendía que la concesionaria había sido temeraria en su oferta, la Generalitat no la presionó públicamente para que lo hiciera, el secretario de Estado erró culpando a los trabajadores y a los viajeros, el consejero catalán no debió anunciar que llevaría el tema al cuerpo diplomático... Demasiados cargos públicos no hicieron lo que debían hacer mientras que nadie lo hacía por ellos, las colas se multiplicaban y los viajeros -no solo de Barcelona- se desesperaban.