Seguramente una de las demandas ciudadanas mas denunciadas en los últimos tiempos es la gran distancia entre los representantes políticos y los representados. Se pide, con razón, que escuchen la calle, que conozcan los barrios, que atiendan los problemas de los jóvenes, mayores, mujeres, dependientes, marginados. El problema surge cuando hay que elegir entre las diferentes demandas. Porque a los políticos se les pide que hagan cosas diferentes y hasta contradictorias. Mejorar los servicios sin pagar más impuestos, aumentar la población activa y reducir la inmigración , hacer más infraestructuras sin afección medioambiental, tener menos contaminación sin reducir el tráfico.

La política comienza cuando se acaban las demandas: articularlas, priorizarlas, aceptarlas o excluirlas, dotarlas de recursos o de marco jurídico, negociarlas y consensuarlas, es labor del político dentro de nuestro sistema democrático.

Sin embargo la lógica de este proceso se vulnera; las sucesivas convocatorias electorales, los sondeos, las encuestas, las redes, las presiones, los intereses particulares y los lobbies, interfieren y condicionan cualquier decisión. Y es ahí donde la política se debilita y el político tiende a «arrugarse» buscando lo inmediato, lo fácil, lo más aceptable para sus electores y menos perjudicial para su partido. Las promesas electorales, los programas, los compromisos, se convierten en papel mojado y la desazón lleva a una creciente despolitización, caldo de cultivo perfecto para buscar en el populismo redentor, la solución al miedo e inseguridad que tales prácticas conllevan.

Cuando el 15-M martilleaba las conciencias de millones de ciudadanos con el «no nos representan», fueron muchos los que abrazaron aquello que suponía la quiebra de la democracia representativa. Dieron por sentado que la representación es falsa y la protesta su alternativa, buscando en la democracia asamblearia la solución al déficit participativo. Aupados por el furor digital, los foros, los grupos de whatsapp, los Twiter o los memes en Facebook, han ido construyendo un nuevo lobbismo del activismo y la protesta, semejante a cualquier otro de los ya existentes.

Quienes hoy encarnan aquellas demandas y están gobernando numerosas instituciones, buscan plasmar esos nuevos modelos democráticos a través de diferentes formas plebiscitarias, consultas, participaciones ciudadanas puntuales, etc.. etc, amparados en el enorme potencial de las nuevas tecnologías, al servicio de un peligroso individualismo poco dado a movilizarse más allá del sofá o la barra del bar.

Desde mi punto de vista, las consultas ciudadanas sobre cuestiones que afectan a la vida cotidiana deberían ser el complemento lógico a una democracia representativa, condicionada por la enorme complejidad de la sociedad en que vivimos y con cauces de participación muy limitados. Eso sí, con las reglas muy claras y consensuadas previamente. Cualquier consulta ciudadana debe garantizar debates profundos, abiertos y participativos con las diferentes opciones políticas y ciudadanas, delimitando previamente tanto el apoyo y la participación mínima para revalidar los resultados, como las preguntas, su marco jurídico y los recursos para el desarrollo de la consulta.

Cuando estas condiciones u otras semejantes no se dan, se produce el efecto contrario, dañándose la calidad democrática y fomentándose la antipolítica. Pretender validar consultas participando menos del 1% de los convocados es un esperpento, inasumible en una democracia, por muchos defectos que tenga. Salvo que se pretenda utilizar la soberanía popular, fuera del sistema institucionalizado, como resistencia a las instituciones donde se participa. En ese caso, estaríamos hablando de alternativas al actual modelo, y eso es otra cuestión mucho más peliaguda. Los nuevos marcos de participación no pueden construirse apelando a las emociones del momento, la presión inmediata y la atención mediática, deben responder a las necesidades de un proyecto o alternativa política.

Preguntar a los ciudadanos sobre cuestiones polémicas y controvertidas, no es una novedad. Hay países como Suiza donde más del 60% de su producción legislativa cantonal se hace a través de consulta directa, perfectamente regulada. Italia también ha sido enormemente prolífica en las consultas sobre temas transcendentales de la vida cotidiana, no para suplir responsabilidades políticas sino para ampliar y mejor la democracia representativa.

«La democracia no es la presencia de los ciudadanos en los lugares donde se toman las decisiones sino más bien el hecho de que las instituciones electivas y los electos pueden ser juzgados por la ciudadanía». Daniel Innerarity.