Cuando era pequeña había una moda, uno de esos rituales que se prolongaban en el tiempo sin razón filosófica aparente. Aquella moda consistía en que los padres regalaban a sus hijas escuálidos pollitos con sus raquíticas plumas pintadas de colores.

Un día mi tío, era verano, llegó a casa con una partida de esos politos que en nuestro caso eran rosas y azules. Mis primas y mis hermanas se pusieron muy contentas y enseguida amadrinaron a uno de esos bebés pollos que eran feos. Mi tío, al ver que yo no hacía ninguna algarabía, me dijo: “Ángela, hay un pollito azul que se ha quedado huérfano”. Lo miré, luego le dije a mi tío: “No me gusta. Me da tanta pena como asco”. Mi tío, que me adoraba, no dijo nada y dirigiéndose a mis primas y hermanas, que ya estaban jugando con sus respectivos pollitos, preguntó: “Un bebé pollito se ha quedado huérfano, ¿cuál de vosotras quiere adoptarlo?”. Una de mis primas levantó la mano y yo me sentí sucia y mala persona.

Los días se fueron sucediendo y ellas siempre estaban con sus pollitos a los que daban de comer y sacaban a pasear ante los aplausos de mis tíos. Yo me sentía sucia, ese sentimiento no me había abandonado, pero era libre. Al menos eso es lo que pensaba y me decía a mí misma: eres libre para irte a la playa, eres libre para hacer lo que te dé la gana. Era libre, pero estaba sola y me aburría mientras veía cómo ellas habían puesto nombre a cada uno de aquellos pollitos.

Un día me acerqué a mi prima, la que había adoptado al pollito azul que yo dejé huérfano, y le dije: “Prima, quiero recuperarlo”. Mi prima me sonrió: “Es tuyo; el tío lo trajo para ti”. A partir de aquel día volví a estar con mis primas y con mis hermanas y aunque no jugáramos a los juegos que a mí me gustaban, ya no estaba sola y aunque vivía atada a un pollito, sentirme parte del grupo al que siempre había pertenecido, me hacía sentir bien y ya no me acordaba de mi libertad ni de la pena y asco que aquellos pollitos me produjeron. De alguna forma ellos también formaban parte de mi familia.

Agosto se fundía con septiembre y nosotras sabíamos que el verano se acababa. Una mañana, la que marcaba la vuelta a la ciudad y a la cotidianeidad, al levantarnos vimos que los pollitos no estaban. “¿Dónde están?”, preguntamos. “Han vuelto a su casa, con sus papás”, dijo nuestro tío. “Pero si nosotras éramos sus mamás”. “No”, dijo mi tío. “Solo los habéis cuidado y ahora deben volver a su hogar”. Mis primas y mis hermanas lloraron. Yo no. Sí que recuerdo la de veces que maldije a mi tío durante todo el viaje de vuelta a la ciudad y recuerdo el sabor ácido de mis pensamientos cada vez que pensaba en el pollito azul