Quien haya visitado el gueto de Cracovia habrá oído el escalofriante dato con el que los guías resumen el impacto de la ocupación alemana. Desde que llegaron los nazis, el 6 de septiembre de 1939, hasta que los echaron los soviéticos, el 19 de enero de 1945, fueron masacrados 58.000 judíos, una cuarta parte de los habitantes de la ciudad. Nadie que no sea un malnacido cuestiona esta cifra. Y todo aquel que haya leído algo serio sobre la segunda guerra mundial sabe que Polonia pagó un precio más alto que nadie, con unos seis millones de muertos, tres de ellos judíos.

Hasta aquí cifras que constituyen un capítulo central del Holocausto: la mitad de los judíos que Hitler aniquiló eran polacos. Los datos son tan abrumadores que suelen suscitar pocas preguntas. Solo respeto, que se torna en postración silenciosa cuando uno se adentra en el campo de exterminio de Auschwitz, en las afueras de Cracovia. Allí, la pregunta es inevitable: ¿fue posible semejante monstruosidad sin cierta complicidad? No es una pregunta solo para polacos. La podríamos hacer a muchos europeos, pero en Polonia es una pregunta tabú. Y más ahora, cuando el Gobierno ha promovido una ley que prevé penas de cárcel para quién subraye esta complicidad utilizando la expresión campos de la muerte polacos para referirse a lugares como Auschwitz, Birkenau, Sobibor, Majdanek o Treblinka.

El término no es correcto, desde luego, porque estos campos fueron ideados en Berlín y gestionados por alemanes. Auschwitz no fue un campo polaco, sino un infierno situado en la Polonia ocupada por el Tercer Reich para matar judíos (90% de sus víctimas lo fueron), pero también comunistas, prisioneros políticos polacos y rusos, miembros de diversas etnias, homosexuales, masones, testigos de Jehová o discapacitados.

No fueron polacos quienes idearon la parafernalia del horror que permitió eliminar a más de un millón de internados con cámaras de gas, fusilamientos, ahogamientos, descargas eléctricas, camiones de gas, hacinamiento, despeñamientos, martillos mecánicos o invitaciones al suicidio. Fueron alemanes a las órdenes del SS Obersturmbannführer, Rudolf Höss. Pero la ley aprobada por el Gobierno de Varsovia va más allá. Muchos temen que pretenda atajar el debate nunca concluido sobre la complicidad de sectores de la sociedad polaca con lo que ocurrió durante la ocupación. Esta es la pregunta incómoda a la que nunca contestan en Cracovia: ¿hubo o no connivencia y colaboración?

Se la planteé hace años a Adam Michnick, inmenso periodista y buen amigo. Un historiador acababa de revelar que el exterminio de cientos de judíos en el pueblo de Jedwabne había sido llevado a cabo por los vecinos. Gentiles polacos que aprovecharon la ocupación alemana para elevar su antisemitismo a categoría de crimen contra la Humanidad: los quemaron a todos vivos. Hubo que cambiar el monolito que culpaba a la Gestapo y la sociedad polaca encajó mal la sacudida. Para Michnick, cuya familia judía fue exterminada por los nazis y que sufrió también la represión estalinista, como disidente comunista, Jedwabne fue una revelación. Un estímulo a profundizar en la naturaleza de aquellos años de oprobio. Me contó historias de judíos salvados por ciudadanos polacos que no lo eran, pero reconoció las raíces profundas del antisemitismo. Recuerdo que me dijo: «yo soy polaco, pero frente al antisemitismo también soy judío». Y me habló de la necesidad de encarar estos episodios de colaboración. Como los hubo en Francia, y en Lituania, Letonia, Estonia, Ucrania, Rusia y Bielorrusia.

He leído que Michnick mantiene una posición muy crítica hacia la orientación autoritaria del Gobierno polaco. Habla de demokratura. Una deriva que necesita de un nuevo relato, al que presta su colaboración la Iglesia católica, siempre interesada en defender su identidad frente al mundo judío. Es un nacionalismo agresivo que requiere quitarse de encima las culpas del pasado. Hace tiempo que no hablo con él, pero le imagino preocupado por las manifestaciones xenófobas de la extrema derecha que reclama echar a los judíos del poder (sic).

Supongo que lo está también cuando piensa en el revisionismo histórico que puede fomentar una ley como esta. En una encuesta reciente, solo el 35% de los polacos asocian Auschwitz con un lugar de muerte para los judíos. El resto contestan que fue un campo de sufrimiento para polacos. Muchos judíos lo eran, desde luego. Pero la inmensa mayoría fueron exterminados por ser judíos.

*Periodista y escritor