El centralismo de Madrid como guía casi mística de lo que debe ser la política española es tan dañino como desconcertante. Lo hemos visto con la frustrada moción suicida de Ciudadanos en Murcia contra sus socios del PP. Del aleteo de las intenciones de Cs se promovió todo un terremoto político en Madrid con la ruptura de una legislatura por el simple oportunismo de Díaz Ayuso y el fantasma censor de Aguado para gobernar con el PSOE.

Una secuencia de un guión de reallity que no se sustenta en ninguna evidencia sino en el uso errático del criterio de oportunidad. En política se puede ser de todo menos impredecible. Y arriesgarse a una operación así con tanta volatilidad electoral, o social, hace improbable asegurar ganancia. Lo mismo con Pablo Iglesias que, siguiendo su espíritu frentista, decide dejar el gobierno al que tanto aspiró para seguir en la trinchera de la Complutense. Porque en Vallecas dudo que se le reconozca.

Lo que se cuece en Madrid tiene todos los ingredientes para replicar la España a garrotazos que tanto le gusta a la política históricamente. El resto de España contempla el show con estupor, donde cada vez hay más hastío porque la política es incapaz de solucionar los problemas. De una pandemia que aún galopa en una crisis que promete 6 millones de parados a la incapacidad por solucionar los problemas estructurales de la crisis del 2008. El hastío es provincial, es generacional y es más mayoritario que el ruido de Madrid.

El Pirineo está inquieto por el desempleo que se duplica en pocos meses, lo más profundo de Teruel muestra ya rebeldía al desprecio continúo por su abandono, en el Maestrazgo no quieren que un parque natural sea un cementerio de placas solares, ni en Brea promesas de reconversión de una zona deprimida. En la España interior se intuye un polvorín que puede formar una cadena de voluntades de intereses heterogéneos pero alimentados por la desconfianza al sistema. La España interior necesita certezas. Y urgen.