Aquel caluroso y pegajoso 24 de agosto del año 79 de nuestra era, el militar, escritor y naturalista romano Cayo Plinio Segundo, conocido en la Historia como Plinio el Viejo (23-79 d. C.) se encontraba en la ciudad de Miseno (importante puerto de Roma en la región italiana de Campania, a apenas treinta kilómetros de Nápoles) al frente de una de las escuadras de la poderosa flota del Imperio romano en el Mediterráneo.

Despuntaba el alba cuando, expulsada a velocidad de vértigo desde el cráter del Vesubio, apareció sobre el cielo de la región una descomunal negra nube de gases y vapor de agua que se elevó hasta los 30 kilómetros de altitud. Al mismo tiempo comenzó una torrencial lluvia de piedras pómez que, lanzadas a un ritmo de más de un millón de toneladas por segundo, arrasó en cuestión de minutos la campiña en un radio de 40 kilómetros desde la boca del volcán. En apenas unos minutos, la luz del día había tornado en profunda noche oscura. A la gigantesca erupción siguieron numerosos terremotos que destrozaron la práctica totalidad de las villas rurales de la Campania y resquebrajaron los muros de la mayoría de casas de las ciudades de Herculano, Estabia y Pompeya. El pánico de la población fue generalizado, pero el viejo naturalista Plinio vio en aquella apoteósica manifestación de la naturaleza una oportunidad única para el estudio de las poderosas y desconocidas fuerzas interiores de la Tierra. Así, acompañado de algunos de sus esclavos, el erudito académico se dirigió a Estabia, ciudad en la que esperaba poder contemplar de cerca la erupción del volcán y dejar por escrito sus observaciones. Una temeraria decisión que acabó de forma trágica cuando una de las cíclicas ráfagas de calor (pudieron haberse alcanzado hasta los 200 grados de temperatura en el ambiente) y gases asfixiantes lo envolvió, provocándole una muerte instantánea. Como Plinio el Viejo, miles de personas que vivían en las inmediaciones del Vesubio encontraron la muerte en aquel fatídico día, cuando -como colofón a la destrucción- el magma comenzó a ser expulsado desde el cráter del volcán a una velocidad de cientos de kilómetros por hora, dejando -en cuestión de minutos- definitivamente sepultadas, bajo metros de lava, a las ciudades de Estabia, Herculano y Pompeya.

Durante los dieciséis siglos posteriores las tres ciudades permanecieron ocultas bajo una capa de terreno de hasta 15 metros de espesor; hasta que en 1738, durante el reinado de nuestro monarca Carlos III (también rey de Nápoles y Sicilia), el ingeniero militar y arqueólogo aragonés Roque Joaquín de Alcubierre (Zaragoza, 1702 -Nápoles, 1780) descubrió la ciudad de Herculano. Asimismo el propio Alcubierre fue, en 1748, el descubridor y realizador de las primeras excavaciones en Pompeya, mientras que las ruinas de Estabia fueron localizadas un año después.

El trabajo arqueológico llevado a cabo por Joaquín de Alcubierre, fue de crucial trascendencia, por cuanto la localización de la sepultada ciudad de Pompeya fue uno de los sucesos culturales más destacados en la Europa del siglo XVIII. Unas actuaciones y descubrimientos que convierten al ilustrado militar aragonés en uno de los grandes pioneros y referente obligado en la historia de la arqueología clásica.

Posteriormente, los trabajos de excavación en Pompeya fueron continuados por el arqueólogo italiano Giuseppe Fiorelli (1823-1896) a quien se debe la genial idea de verter yeso líquido en el interior de las cavidades que habían dejado los cuerpos al descomponerse bajo su recubrimiento en bolsas de lava. Gracias a este método, los arqueólogos han obtenido cientos de moldes de personas y animales en la actitud última en que la muerte los sorprendió; pero también de vestidos, calzados e, incluso, alimentos. Asimismo las calles, monumentos, anfiteatro y casas de Pompeya pueden admirarse tal y como quedaron hace casi dos mil años, incluidas las extraordinarias pinturas murales que adornaron sus edificios, conservadas intactas, rebosantes de toda su belleza y esplendor artístico originales. Un fenómeno extraordinario que ha sido posible gracias a que este excepcional conjunto arqueológico quedó herméticamente sellado bajo miles de toneladas de lava solidificada.

Y, paradojas de nuestra aún misteriosa existencia, la misma energía térmica liberada en el año 79 por la súper erupción del Vesubio (que, según los vulcanólogos pudo haber sido equivalente a 10.000 veces la de la bomba atómica de Hiroshima) y que dejó enterradas en cuestión de minutos las antiguas ciudades italianas de Estabia, Herculano y Pompeya, fue también la causante de su conservación y preservación del olvido para las generaciones futuras. A día de hoy, Pompeya figura entre los monumentos arqueológicos más conocidos, admirados, y visitados de mundo.

*Historiador y periodista