Hace unos días, Pedro Luis Angosto escribía que nos hallamos ante uno de los momentos más peligrosos de la historia de la Humanidad desde que acabó la II Guerra Mundial. Tras esta contundente afirmación aludía a los negativos efectos de la globalización, tanto en cuanto ha supuesto un brutal ataque a la democracia, así como al resurgir de actitudes xenófobas y fascistas que, utilizando temas tan sensibles como la migración, y bien que lo constatamos diariamente, están captando adeptos entre una población cada vez más temerosa ante una supuesta e imaginaria «invasión» de nuestra civilizada Europa. Así las cosas, la situación se agrava mientras la derecha democrática coquetea con algunos de los postulados de la ultraderecha fascista y la izquierda europea se halla desarbolada, incapaz de articular un programa social y solidario que recupere los valores esenciales de la democracia y que sirva de dique efectivo ante semejante ofensiva reaccionaria.

Por todo ello, densos nubarrones se ciernen sobre el futuro de nuestros valores y nuestro modelo de sociedad, amenazados por los que se han dado en llamar «populismos». Pero el lenguaje no es inocente, y como indicaba con acierto Rosa María Artal, se recurre con frecuencia a «definiciones adaptadas para calificar los viejos fascismos». Este es el caso del empleo del término «populismo», y por ello, esta perversión del lenguaje, a menudo interesada, está vaciando de contenido lo que sin duda es una de las mayores amenazas que nos acechan, que ya las tenemos presentes, cual es lo que Artal califica como «el fascismo y sus asimilados».

En esta misma línea se halla el pensamiento del filósofo holandés Rob Riemen. Si su obra La nobleza del espíritu (2009) suponía una defensa de los valores humanos fundamentales, en El retorno eterno del fascismo (2010), ya denunciaba las formas modernas de fascismo, las cuales ya no tienen la parafernalia de los años 30, pero resultan igual de letales para nuestras democracias y, por ello, ponía el ejemplo del Partido de la Libertad holandés de Geert Wilders, paradigma de los nuevos neofascismos emergentes. Este mismo tema ha vuelto a ser tratado por Riemen en su último libro, titulado Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo (2018), en el que alerta sobre la amenaza real que supone el fascismo, un fenómeno que «no es del pasado», y ante la cual no hay que utilizar términos o palabras alternativas como «populismo» o «extrema derecha», ya que definir estas actitudes como «populistas», como señala Riemen, «es tan sólo una forma más de cultivar la negación de que el fantasma del fascismo amenaza nuevamente a nuestras sociedades». Es por ello que una de las ideas esenciales del libro es la necesidad de llamar al fascismo por su nombre y así no engañarnos a nosotros mismos y ser plenamente conscientes de esta realidad.

Resulta lamentable comprobar cómo olvidamos las lecciones trágicas de la historia y ello favorece el eterno retorno del fascismo, pues como señala el filósofo holandés, «los seres humanos somos tan irracionales como racionales y el fascismo es el cultivo político de nuestros peores sentimientos irracionales: el resentimiento, el odio, la xenofobia, el deseo de poder y el miedo». Y el retorno fascista está aquí: ya lo avisó con el auge electoral de Geert Wilders en su Holanda natal, pero luego llegó Trump, Alternativa por Alemania (AfD), un partido «orgullosamente fascista», convertido en la principal fuerza de la oposición en el Bundestag, o el avance de los neofascismos en el seno de la misma Unión Europea, a la cual están minando sus principios democráticos, solidarios y europeístas, tal y como ocurre con Hungría, Polonia, Eslovaquia o Austria, sin olvidar países de la importancia de Italia (recordemos las políticas anti-inmigración y xenófobas contra la población gitana de Matteo Salvini) o en la misma Francia, en donde, no lo olvidemos, uno de cada tres ciudadanos simpatiza electoralmente con el Frente Nacional de Marine Le Pen.

Y qué decir de España, donde nuestra democracia todavía tiene que soportar ofensas como la concesión del funesto título de Condesa de Franco a la nieta del dictador o la polémica suscitada entre los sectores fascistas (políticos y sociológicos) por la futura exhumación de los restos de Franco de su faraónico panteón del Valle de los Caídos. Tras este tema, late, una vez más, los ecos de la España cainita franquista, apoyado con demasiada frecuencia por la pasividad, cuando no connivencia de sectores de la derecha democrática afines al PP, siempre tan cerril a la hora de impulsar de forma decidida políticas públicas a favor de la memoria democrática y, como ejemplo, ahí quedan las despectivas declaraciones de Rafael Hernando o Pablo Casado en torno a las exhumaciones del las víctimas del franquismo que todavía yacen, a millares, en infinidad de fosas comunes.

Esta es el panorama general. Tiempo atrás, también José Saramago nos advirtió de las nuevas formas de fascismo emergentes y el escritor luso, con su clarividencia habitual se refería a ellas con estas palabras: «Los fascistas del futuro no van a tener aquel estereotipo de Hitler o de Mussolini. No van a tener aquel gesto de duro militar. Van a ser hombres hablando de todo aquello que la mayoría quiere oír. Sobre bondad, familia, buenas costumbres, religión y ética. En esa hora va a surgir el nuevo demonio, y tan pocos van a percibir que la historia se está repitiendo». Estas palabras de Saramago que no deben sonar a fatalismo determinista, pues aún podemos garantizar un digno futuro para nuestros hijos si somos conscientes de esta realidad. Ese rayo de esperanza lo exponía Riemen al señalar que «todavía podemos evitar que la situación política empeore mucho más. Podemos unirnos y tener una nueva cultura que recupere el espíritu de la democracia, que prospere en una nobleza de espíritu. La de Europa es una historia llena de lágrimas, pero también de hazañas.

*Fundación Bernardo Aladrén