Cuando nos manifestamos, nos manifestamos. Vamos, que ponemos de manifiesto nuestras prioridades, aunque a veces al hacerlo nos pongamos en evidencia más bien a nosotros mismos. Por ejemplo, nadie en su sano juicio discute que mantener los servicios sanitarios, educativos y sociales es más prioritario para la ciudadanía que mantener un equipo de fútbol, pero cuando llega la hora de la verdad, la de manifestarse, la cosa cambia. Así, un compañero relacionaba el otro día las decisiones políticas con nuestras manifestaciones, y no las que hacemos al vecino en el ascensor o a los amigos en la barra del bar, sino las que hacemos públicamente. "¿A quién le extraña? --se preguntaba en referencia al nuevo recorte previsto en los servicios públicos--, si fue más gente a la manifestación del Real Zaragoza del otro día que a cualquier manifestación por salvar la educación o la sanidad pública". Y es que lo de manifestarse en la calle no tendría más importancia si al hacerlo, como empezaba el artículo, no les dijéramos a quienes deciden por nosotros lo que más nos importa y, por omisión, lo que menos. Un último apartado al que hemos relegado en nuestro país no solo el recorte en los servicios, sino también el rescate de los bancos con el dinero de todos, la subida desproporcionada del recibo de la luz, la impunidad de la corrupción política o el aumento exponencial del número de españoles por debajo del umbral de la pobreza y, ya fuera de nuestras fronteras, la guerra de Ucrania o la masacre indiscriminada en la franja de Gaza, entre un largo etcétera. De poco sirve que digamos una cosa de palabra si al final los hechos, que son los que se manifiestan por nosotros, nos traicionan.

Periodista y profesor