Hace casi cuatro años, en 2016, publiqué un libro titulado Renta Básica. ¿Un Estado de Bienestar para el Siglo XXI? (un modesto prontuario). Defendía en él una idea sobre la que llevan mucho tiempo trabajando economistas, politólogos e intelectuales de todo el mundo, la de la Renta Básica Universal (RBU), para hacer frente a los desafíos que se plantean en una economía mundializada y desregulada, con un fuerte componente financiero y unos avances tecnológicos cada vez más acelerados, que expulsa del mercado laboral a grandes masas de trabajadores. La RBU es un ambicioso proyecto, detrás del cual se encuentran especialistas de prestigio en sus respectivas áreas, no tertulianos, y sus consideraciones han sido tenidas en cuenta por muchos países como lo que son: propuestas serias, rigurosas y razonadas (y justas, me atrevo a añadir), no unas cuantas ocurrencias populistas, como algunos pretenden.

La publicación de aquel trabajo me procuró no pocas críticas y algunas descalificaciones. «Iluminado que propicia la molicie», llegaron a decirme. Un iluminado que, con esos planteamientos, venía a fomentar la vagancia puesto que, si el Estado garantiza a todos unos ingresos mínimamente dignos y suficientes para cubrir las necesidades más básicas, ¿quién va a querer trabajar? O, dicho de otro modo, habrá muchos vagos de nacimiento que prefieran la sopa boba, aunque vayan muy justitos, a arrimar el hombro y ganarse el pan con el sudor de su frente. Un razonamiento, como puede apreciarse, más apropiado para soltarlo en la barra de un bar, que para defenderlo en un debate académico.

Pues bien, cuatro añitos después ya no son unos cuantos iluminados los que ponen la RBU sobre el tapete. Responsables políticos de medio mundo lo estudian, se han efectuado ensayos para comprobar su viabilidad y sus efectos, e incluso millona-rios como George Soros lo propugnan con entusiasmo.

Aquí, más modestamente, la coalición de izquierdas que gobierna acaba de aprobar el Ingreso Mínimo Vital, una cifra que va de los seiscientos y pico euros a algo más de mil, destinada a cubrir las necesidades de quienes no tienen nada, o tan poco que no pueden permitirse abandonar esas «colas del hambre» que deberían avergonzarnos a todos los españoles, con independencia de ideas políticas.

No es lo mismo que la RBU, es algo mucho menos ambicioso y solo sirve para paliar la pobreza más aguda, no para establecer las bases de un nuevo Estado de Bienestar, pero es una medida absolutamente necesaria, una medida que llama la atención porque no estamos acostumbrados a que desde la política se actúe para solucionar los problemas de quienes se van quedando en la cuneta, como se actúa para acudir en socorro de los bancos, por ejemplo. Tan evidente es su necesidad que ni siquiera los grupos de la derecha se oponen abiertamente, aunque alguno siga arras-trando los pies. Casi la única excepción es Vox, que alerta del peligro: se producirá un efecto llamada y vendrán millones de inmigrantes ilegales para vivir del cuento, amorrados a la teta del Estado… bueno, cada loco con su tema.

Otra excepción son los obispos. Monseñor Blázquez vuelve al argumento tabernario para afirmar que las subvenciones son malas porque desincentivan la búsqueda de empleo (ya salieron los vagos a relucir). Olvida este señor, que esa gente no ha perdido su trabajo y sus ingresos por gusto y que, si no encuentran empleo, no es porque no quieran buscarlo, sino porque no lo hay, y el que hay es precario, mal pagado y en régimen de semiesclavitud. Pero olvida algo más importante: si las subvenciones fomentan la vagancia, la iglesia católica española es la mayor partida de vagos que ha conocido el mundo. Viven de ellas y no pagan impuestos. Se conoce que no asistió a clase, cuando estaba en el seminario, el día que explicaron aquel pasaje evangélico sobre la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.

En cualquier caso, bienvenida sea la medida. Una medida que explica por sí sola la diferencia entre un gobierno de izquierdas y uno de derechas y pone negro sobre blanco los principios que inspiran a unos y a otros. Pero, de paso, habrá que felicitarse porque el Ingreso Mínimo Vital clarifica bastante uno de los puntos más oscuros de la actualidad: ¿de qué se quejan esos airados señores y señoras de los barrios altos, que enarbolan cacerolas y palos de golf para reclamar libertad y protestar por la deriva supuestamente totalitaria del Gobierno, empeñado en acabar con la democracia y embarcarnos en la nave bolivariana? Como jamás se distinguieron por su amor a la libertad y más bien suelen invocar otras épocas liberticidas como mejores para nuestro país, hay que temer que en realidad protestan por otra cosa y pretenden erosionar al gobierno por motivos muy distintos.

Véase el que nos ocupa. Los de las cacerolas saben bien que decisiones como esta cuestan dinero, mucho dinero, y que ese dinero no les beneficia a ellos sino a los que menos tienen. Y saben también que, si el Gobierno se mantiene coherente en su postura, ese dinero saldrá de los que tienen más, o sea, de ellos. Lo que les tiene en un sinvivir no es la libertad amenazada. Cuando la libertad está amenazada, salir a manifestarse en su defensa no es gratis, se lleva uno unos cuantos palos o va a chirona, como sabemos bien quienes lo hicimos en otro tiempo. Ellos probablemente lo ignoran porque nunca se les ocurrió defender la libertad entonces.

Lo que les preocupa es que les toquen sus abultadas carteras para asistir a los que crían telarañas en los bolsillos. Son así de egoístas, lo han sido siempre, y se abrazan a la Constitución olvidando que en ella se afirma que quien más tiene debe pagar más para cubrir las necesidades de todos los ciudadanos. No, no son subvenciones. Es redistribución de la riqueza, justo lo contrario de la progresiva acumulación en manos de unos pocos que ha caracterizado a los anteriores gobiernos de derechas, mientras masas enormes de población quedaban en los márgenes de la pobreza.

No son subvenciones, es solidaridad, es justicia social. Y en casi todos los países europeos existen fórmulas muy parecidas para, por lo menos, aliviar los casos más urgentes, que son muchos. No es una política de extrema izquierda. Un solo dato, de los cientos que se pueden aportar : el banco Bilbao Vizcaya, no cotiza nada por el impuesto de sociedades. ¡Qué curioso!

Es imprescindible, necesario y urgente una reforma fiscal que nos equipare con la media europea. Por eso protestan, y este país ira por el buen camino si siguen propestando. H *Miembro de Attac Aragón