Es impresionante el modo en que Portugal ha recordado estas semanas el 25 de abril de 1974. He podido constatar, en un reciente viaje, las numerosas y espléndidas ediciones de prensa y revistas, libros, documentales; las entrevistas, mesas redondas, declaraciones de muchos protagonistas, añorantes y aun deseosos de volver hacia atrás la moviola. Es curioso que, con mil matices, nadie o casi nadie ha osado criticar aquello que algunos califican como el principal momento de su historia contemporánea. En España solo tras la muerte de Adolfo Suárez, y solo para él, se ha tenido un respeto que en vida no se le tuvo. Claro que allí, muerto Salazar hacía años, su sucesor Caetano hubo de exiliarse a toda prisa, y aquí Franco murió en una cama de hospital.

Han pasado 40 años de aquella singularísima Revolución de los claveles, que aquí vimos con enorme envidia, porque aún seguíamos bajo la férrea dictadura de un Franco casi moribundo, y porque luego hicimos una transición mucho más templada y algo descafeinada. Claro que allí, poco después, se produjo una contrarrevolución que fue dejando las cosas tan tibias como aquí, si no más. Y allí, como aquí con Suárez (que se entendía mejor con Carillo que con Felipe), fue leyenda el odio cerval que se tenían el líder socialista, Soares, y el citado comunista, Cunhal. Se desmontó el espíritu de los capitanes, llegando a ser encarcelado el mítico Otelo Saraiva de Carvalho "por delitos comunes"; murió en muerte más que sospechosa en accidente de aviación el carismático centrista Sá Carneiro, dejando paso a derechas mucho más radicales. Se dio marcha atrás a una reforma agraria tan esperada como la española de 40 años antes, y por ello aún más anacrónica.

Y LUEGO, mientras que en España, tras los éxitos de Suárez y González, se aprestaron a gobernar las derechas con una vuelta a formas, modos y hasta leyes que evocaban muchos gestos franquistas, allí barrió en 1987 el sobrio demócrata Cavaco Silva, primer ministro muchos años, luego jefe del Estado, a pesar de su aire frío, distante, espectral. Presidiría un largo periodo de rápido crecimiento económico, volviendo o entrando un destacado grupo de multinacionales a gobernarlo casi todo.

Asistí a su mítin en la lisboeta Alameda Alfonso Henriquez, desbordada por cientos de miles de personas, y, desolado, a los pobres discursos del candidato socialista Vítor Constancio y los vibrantes pero poco eficaces del comunista Álvaro Conhal; al desfile de miles de chicos y chicas jóvenes y guapos en sus descapotados coches por la avenida de la República tras la victoria. Viví en la Central de prensa esa vibrante noche, y he seguido desde entonces todos sus aconteceres, con gran interés y simpatía. Y me ha alegrado la coincidencia en estos días de una buena película, derivada de una excelente novela: Tren de noche a Lisboa, que muestra de modo fidedigno la hermosa ciudad en aquellos tiempos de libertad y en los posteriores.

ES COSTUMBRE aludir a cuántas cosas nos unen a portugueses y españoles; cierto, pero también hay muchas en que diferimos. Entramos juntos en Europa (se les obligó a esperar para hacerlo así), y nuestras relaciones comerciales, turísticas, culturales, humanas, han experimentado un incremento extraordinario. Pero hay algo en Portugal que da otro tono a esas y otras semejanzas: es una república desde hace más de un siglo; aunque es aún muy grande la influencia de la Iglesia católica, el laicismo obra por doquier, respetado y digno, y el Estado mantiene las distancias sin tanta humillación y recompensas; el ejército, como quedó bien probado, está del lado del pueblo (aquí también, pero costó mucho); su apertura al exterior, desde su secular amistad con Gran Bretaña a la actual con el mundo lusófono, en especial Brasil, es más obvia e intensa, me parece, y jamás se ha puesto dificultades a la llegada de los antiguos súbditos. Conozco a docenas de profesores universitarios de diversos centros, y es normal que todos y todas hablen a la perfección el inglés, en muchos casos el francés también, y desde luego leen muchos libros en español, ven nuestra televisión, han cambiado el viejo recelo y aun rencor por una actitud fraterna, amistosa. No sé si podríamos decir todo eso de nosotros hacia ellos.

Y la diferencia fundamental: allí todos evocan ese gran momento histórico, y aquí la muerte de Suárez ha hecho volver la vista atrás con ira, criticando los fallos de la transición y, de paso, de la democracia, las autonomías: merecen muchas críticas y reformas, pero la base es totalmente reivindicable. Hoy, se desoye cualquier propuesta de colaboración; las leyes, son retrógradas, en especial en Justicia e Interior; se mira para otra parte cuando se exige avivar la memoria histórica; hablan algunos derechistas, incluso, de frentepopulismo, si pactan --raras veces, ay-- socialistas y otras izquierdas. Esas son algunas de las diferencias.

Catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza