Se supone que la reaparición del trasvase en los mensajes que el PP difunde por el Levante (Valencia y Murcia) tiene que ver con la consagración del turismo como gran industria nacional y valor supremo de la marca España, y con la reactivación de la actividad constructora en las hiperurbanizadas y machacadas costas mediterráneas. Además, claro está, de que hemos atravesado una larga sequía y los cultivos bajo plástico en el sudeste han sufrido como cualesquiera otras explotaciones agrícolas en el resto del país.

Pero es más probable que los conservadores estén volviendo con la matraca trasvasista porque su suerte electoral es cada vez más incierta. Y si tiemblan ante la posibilidad de perder definitivamente Madrid o de tener que subordinarse a Ciudadanos para conservarla, no menos les aterra seguir fuera del poder institucional en Valencia o aumentar su fragilidad en Murcia (lo cual ya les obligó a un relevo en la presidencia de dicha comunidad).

Desde esa perspectiva parece normal que los jefes peperos anuncien en las playas futuros trasvases del Ebro acordados, que sus delegados en Aragón niegan de inmediato, pues lo que allí vende aquí provoca rechazo. En realidad, lo que subyace a tan manida maniobra es el fracaso del gran trasvase Tajo-Segura, injusta y trágica transferencia que se impone en cuanto los pantanos de la cabecera de la cuenca cedente apenas han recuperado reservas. Esta rapiña de unos recurso hídricos escasos no deja de provocar conflictos entre Castilla-La Mancha y los territorios levantinos, lo cual también produce discursos contradictorios entre los dirigentes del PSOE en uno y otro lugar. Normal.

Siempre he tenido muchas dudas sobre la posibilidad real de llevar agua desde los pantanos del Ebro hasta los invernaderos, huertas, piscinas, campos de golf y urbanizaciones del Sur. Sería una obra carísima y compleja, además de un desatino medioambiental, una agresión a Navarra, Rioja, Aragón y Cataluña y una vulneración de las directivas europeas. Pero el voto es el voto.