Este año, la playa de siempre está llena de tumbonas. Apenas queda sitio para colocar las toallas. Solo los turistas que quieren permitirse su precio las usan, y toman el sol a sus anchas mientras los demás se amontonan en los rincones sobre la arena. Esos turistas pagan las tumbonas al chiringuito que ha recibido la concesión del ayuntamiento a cambio de una comisión para mantenimiento del pueblo. Una parte se la queda el alcalde, porque su trabajo bien merece una recompensa. Ahora está pensando en poner zona azul. Mejor instalar un parquímetro que aplicar una impopular subida de impuestos. Mientras, en la ciudad, otro alcalde ha decidido cobrar por las visitas a parques y monumentos que hasta ahora eran públicos. A los turistas no les importa, puesto que han venido a eso. El alcalde otorga concesiones a otro tipo de chiringuitos, como las tiendas de suvenires, porque se trata de ingresar dinero rápido, y lo llamativo atrae más al visitante que los locales de toda la vida aunque sea feo e impropio. Así se gobierna también el país, que cede la gestión del suelo y las fuentes de energía a grandes corporaciones que contratarán a esos mismos dirigentes que se la adjudicaron. Sanidad y educación se convierten en negocio. Lo público favorece a la mayoría, mientras que la privatización beneficia a unos pocos. Pero ¿quién quiere formar parte de la masa si puedes aprovecharte de lo que está reservado a la élite? Por suerte, empezamos a entender a qué precio sale la comodidad de una tumbona. Escritora