Hay preguntas básicas que siempre es conveniente volver sobre ellas. Por ejemplo, ¿qué es ser de izquierdas? O sobre la identidad de cada uno (¿quién soy yo?, ¿a qué grupo/identidad pertenezco?), en función de la cual analizo casi todas las cuestiones y que hace que, a veces, el factor cultural esconda aspectos relevantes del ser humano.

Recientemente hemos celebrado unas elecciones generales en España cuyo resultado varía en función de los dos interrogantes que he puesto como ejemplos. ¿Es el PSOE de izquierdas? ¿Debe configurar un gobierno de izquierdas? ¿Qué es un gobierno de izquierdas? ¿Quién es de izquierdas? ¿Qué es ser de izquierdas? ¿Soy yo de izquierdas? ¿Es conveniente ser de izquierdas? A su vez, todo estos interrogantes se analizan desde cada perspectiva identitaria: ser español, ser aragonés/catalán/vasco, ser joven o viejo, ser rico o pobre, ser culto o inculto, ser urbano o rural, ser varón o mujer, estar sano o enfermo, soltero o casado, creyente o agnóstico… En definitiva, ¿existe la objetividad?, ¿qué es la objetividad?, ¿soy yo objetivo cuando escribo o hablo?

Si el número de interrogantes es abundante, añadamos el concepto de globalización y el cóctel se complica muchísimo más. La tecnología, la innovación permanente, el cambio como esencia permanente, parecen avalar a la juventud como progresista y, por el contrario, los adultos, con su inmovilismo, parecen justificar el conservadurismo y la obsolescencia a todos los niveles. ¿Y si fuera al revés? Porque el futuro parece que viene con un barniz políticamente conservador bajo el brillante envoltorio tecnológico y futurista.

Cualquier cambio de época y de paradigma suele conllevar sus ganadores y sus perdedores. Sin embargo, el cambio de época que nos ocupa no parece tener esto tan claro. Yo, al menos, no veo claramente quiénes son los ganadores o perdedores de la globalización. Mejor dicho, en estos momentos, veo claramente a los perdedores, que son casi todos, sin diferenciar identidades de jóvenes o viejos, de nacionalistas o cosmopolitas, de pobres o ricos. Todos parecemos perdedores, pues antes, hasta hace muy poco, la mayoría parecíamos tener claras nuestras expectativas de clase, escala u opción. Hoy, hasta les élites parecen habitar en arenas movedizas sin referencias sólidas a medio plazo. El nuevo orden global no parece tener dueño, o lo desconocemos. No nos permite una mínima planificación existencial ni para nosotros ni para los nuestros. Ya no existen las grandes referencias nacionales donde ubicarnos. Solo hay actores internacionales cuyas claves funcionales desconocemos.

Es curioso que los líderes actuales de la política española, que andan en torno a los cuarenta años, no tengan un proyecto de país mínimamente de futuro. Sus recetas son para pasar el rato. Su conducta principal consiste en evitar errores, o lo que suponen errores. Los gurús, tácticos (coyuntura) más que estratégicos (estructura), tienen que preparar la puesta en escena del día en curso sin saber muy bien qué preparar para mañana, ya que sobreviven más en función de lo que hacen o dicen los demás que por su pensamiento o proyecto propio. Hablan de la caducidad u obsolescencia de lo anterior, incluido su propio partido, para hacer valer exclusivamente su apariencia o aspecto formal. Hablan de un futuro que desconocen, aunque dicen encarnarlo. Tanto enfatizan el futuro que desprecian el presente. Solo vale lo que no tiene definición, como si su indeterminación fuese lo más valioso. Esto explica el electoralismo que impregna todo y que rehúye todo lo que tenga una mínima entidad. Posmodernidad, pensamiento débil, pensamiento líquido, fragmentarización… son palabras nuevas pero insuficientes. Aproximativas más que definidoras. Necesitamos decir muchas palabras (cf. Ionesco: Teatro del Absurdo) para decir que no tenemos nada que decir.

Aplico mi ejercicio teórico a la actualidad española. ¿Qué pretende Sánchez? Según dice, encarar la España del futuro. Nadie se puede oponer a tan buen propósito. Para lograr esto, ¿se necesita un gobierno de coalición de izquierdas o de centro? ¿O es mejor un gobierno monocolor con acuerdos puntuales de geometría variable? Yo, personalmente, me considero una persona de izquierdas en una sociedad democrática pluralista, donde existen varios grupos en libre competición, y con reglas de juego que deben ser respetadas. En una democracia de corte liberal y representativa, los electores suelen favorecer a los moderados y castigan a los extremistas. Por lo tanto, quien quiera hacer política real debe moderar el tono para obtener un buen fin, llegar a pactos con el adversario, aceptar el compromiso cuando este no sea humillante y cuando es el único medio de obtener algún resultado. Estos son mis principios, y no tengo otros. La fórmula elegida es instrumental, siempre que se cumplan los principios.

*Profesor de Filosofía