La muerte de Carmina Ordóñez, todavía caliente, ha ocupado un día entero de televisión, y parte del otro, y del siguiente. Si se hubiera muerto la reina de Inglaterra, las cadenas no habrían organizado semejante despliegue. A Antonio Gades, sin ir más lejos, lo despacharon en veinte minutos. Pero, por lo visto, a juicio de los ejecutivos que rigen estos medios, la princesa del cuché merecía un homenaje de Estado. Y le rindieron todos sus fúnebres honores, sin dejar por ello de competir por la audiencia.

He conocido a otras reinas del cuché, todas pijísimas, pero no tuve el placer de tratar a Carmina Ordóñez. Por lo tanto, en absoluto puedo opinar, cabalmente, sobre su personalidad, su ingenio o sus méritos. No sé si los tenía.

Convencionalmente hablando, si por méritos entendemos los de la inteligencia, el trabajo o el servicio a la comunidad, carecía de ellos; pero había desarrollado una rara habilidad para desenvolverse frente a los focos, y para convertir su vida privada, que ejercía las veces de su fuente patrimonial, en un espectáculo capaz de interesar a los millones de españoles que suelen consumir este tipo de subproductos, con su consiguiente perjuicio.

Desde ese punto de vista, si hablamos de una mujer cuyo perfil descansaba vicariamente en su pertenencia a una saga taurina, y en una serie de sucesivos matrimonios más o menos trágicos o tragicómicos, su relevancia pública no parecía cimentarse en valor alguno. ¿A quién, entonces, podía interesar su viudez, su repentino amor, su presunto maltrato, o el bautizo, el cumpleaños o la alternativa de cualquiera de sus hijos?

Pues interesaba, indudablemente, como al parecer, de una manera mórbida, apasiona su muerte. Sus crónicas se leían, sus intervenciones televisivas eran seguidas por una audiencia que al día siguiente, en el mercado, en la oficina, comentaría sus risas o sus cuitas, lo pasada que iba, lo guapa que estaba.

No era una artista, ni siquiera una folklórica, pero la ficción mediática le concedía ese protocolo, ese tratamiento, una cierta e indeterminada divinidad. ¿Quizá era, entonces, un mito sexual, capaz de identificar a una generación? Tampoco, en puridad, o no más que tantas otras.

Carmina Ordóñez fue, en su vertiente popular, una creación de la prensa rosa. Un gancho para vender revistas y para incrementar los shares . Un producto de consumo de bajo nivel, pero accesible y directo, y amparado en un falso y regalado glamour. Pero funcionaba, y eso era lo único que realmente importaba a sus pigmaliones, a los gorras que vivían de sus montajes y escapadas, de sus romances con jovencitos y rumberos, de su ciertamente inagotable vitalidad amorosa.

La prensa del corazón, ahora de luto, ha perdido un icono, pero los otros periodistas no hemos sentido como propia esa pérdida. Tampoco hemos condenado especialmente la plañidera actitud de nuestros colegas, afanados ya en buscar sustituta a la reina de corazones, porque hace mucho tiempo ya que pertenecen a otra profesión distinta.

No sé si mejor o peor, pero distinta.

Bueno, sí lo sé.

*Escritor y periodista