Desde que se disolvieran las Cortes, la Junta Electoral Central ha sido impelida a actuar en varias ocasiones para garantizar la imparcialidad de las instituciones. Una de ellas, a instancias de Cs, ha sido la petición de prohibir el uso del sintagma «presos políticos» en las informaciones emitidas por la cadena pública TV3, al considerar que se trata de una expresión partidista. La reacción de la mayoría de medios de comunicación y colectivos profesionales catalanes a esta medida, avalada por la Junta, ha sido la de denunciar una intolerable intromisión del poder judicial contraria a la libertad de expresión e información, alimentando así otro de los mantras independentistas, como pone de manifiesto el bochornoso episodio de las sucesivas pancartas retiradas del balcón de la Generalitat.

Sin embargo, la existencia de presos políticos en la España de hoy no puede considerarse un asunto menor. Sobre todo, porque no se trata de algo novedoso: hace 83 años otra campaña electoral estuvo marcada por la existencia de presos políticos y, pese a la constante invocación a la memoria histórica, parece que no se han asimilado algunas de las lecciones que se desprenden de aquellos hechos. No obstante, si la historia se repite -de acuerdo a la sentencia de Marx- primero como tragedia y después como farsa, algunos de los acontecimientos actuales pueden ser interpretados, aunque sea sólo de manera parcial, a la luz de lo que sucedió entre 1934 y 1936. No por casualidad, lo acontecido durante aquellos años ha suscitado el núcleo de un debate historiográfico en torno a las responsabilidades de la Guerra Civil que tiene como penúltimo episodio la llegada a las librerías de La revolución española 1936-1939, con la firma del otrora reputado (y hoy vilipendiado) historiador estadounidense Stanley Payne.

Así pues, frente a una supuesta amenaza al régimen económico común, en el verano de 1934 un gran número de municipios vascos convocaron elecciones para nombrar una comisión en defensa del concierto sin contar con la aprobación de las Cortes Generales. Como resultado de este afán unilateral por poner las urnas, miles de ediles fueron detenidos y procesados y cientos de ayuntamientos quedaron bajo la autoridad de gestoras. Entretanto, las autoridades catalanas lideradas por Esquerra hacían caso omiso de la sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, que había suspendido la Ley de Contratos y Cultivos con la que la Generalitat trataba de poner fin al problema de los rabassaires. Más conocido si cabe es el caso de la represión por los sucesos de octubre de ese año, cuando el presidente de la Generalitat declaró la república catalana al amparo de la revolución que las fuerzas de izquierda estaban llevando a cabo en Asturias. Tras la intervención del general Batet, y la fuga de Dencàs por las alcantarillas, los líderes de la sublevación -encabezados por el presidente Companys- fueron procesados y encarcelados en un barco militar que sirvió de prisión al mismísimo Azaña, que se hallaba esos días en Barcelona y que fue liberado meses después sólo ante la evidente falta de cargos en su contra. La amnistía para un colectivo heterogéneo de presos políticos, que engrosaban miles de obreros brutalmente reprimidos en territorio asturiano, fue el denominador común con el que se construyó el Frente Popular.

Afortunadamente, las diferencias entre la realidad de hace ya casi un siglo y la actual son tantas (o más) que las similitudes, algo que debiera prevenir frente a cualquier interpretación interesada. Con todo, las fuerzas políticas que apuestan hoy por la continuidad de la democracia y del régimen constitucional del 78 en nuestro país deberían tomar nota de una evidencia palmaria que va en la dirección contraria a la reedición de la lógica frentista del 36: fueron la vulneración reiterada de la ley y la deslealtad de los diferentes partidos con las instituciones republicanas las que acabaron por minar las bases de su propia legitimidad. No por casualidad, la sentencia de Marx sobre el carácter cíclico de la historia tiene en El 18 Brumario de Luis Bonaparte un interesante corolario cuando afirma que, para encarar el presente, el estudiante de un idioma nuevo debe zambullirse en él «sin reminiscencias», hasta el punto de olvidar el «lenguaje natal» del pasado.

*Periodista