Los problemas se tienen. Los conflictos se viven. Se trata de una diferencia sustancial. Los problemas son circunstancias, teóricas o reales, que analizamos en función de las soluciones que podamos alcanzar, o no. Pero los conflictos conllevan una variable emocional que dificulta el análisis racional.

Los niños solo tienen conflictos. Con el juego, la alimentación, otros niños etc. Todo es pura emoción susceptible de confrontación. La educación, con la maduración, nos enseña a sustituir los conflictos por problemas. Lo hace a través de una herramienta, que se aprende con el desarrollo de la inteligencia, como es la capacidad de resolución de problemas.

Todas las personas afrontamos situaciones problemáticas cada día. Pero si las enfocamos, o percibimos, como conflictos, fracasaremos siempre. Porque aunque los hayamos solventado, el desgaste personal por superarlos nos pasará factura mental. Una buena parte del apoyo psicológico a las personas que acuden a terapia, consiste en enseñar a los pacientes a reconvertir sus conflictos en problemas. Sólo entonces serán capaces de analizarlos y encontrar soluciones.

La sociedad de consumo (¿hay otra?) sostenido, ha derivado en el consumo de la propia sociedad. Las reglas de su funcionamiento tienden a «emocionalizarlo» todo. ¿Qué bonito verdad? Pues no. Cuando la comunicación se transforma en publicidad, la información se convierte en propaganda. Y la emoción es el componente fundamental de esta fórmula magistral. Se utiliza nuestro sistema límbico cerebral, en el que reside la base neurofisiológica de los instintos y las emociones, para activar respuestas de comportamiento, evitando al máximo los filtros racionales.

Lo hace el márketing a través de esa publicidad que nos seduce desde lo emocional. La política, que forma parte de ese consumismo, no es ajena a este planteamiento. Ha convertido los problemas en conflictos. Y de esa forma, al dotarlos de sentimientos, ha conseguido dos cosas. Primero, relativizar la importancia de las preocupaciones sociales, poniendo en primer lugar las más emotivas frente a las más acuciantes. Y, en segundo lugar, ocultar el fracaso ante la ausencia de soluciones. Esto se ha llevado incluso al lenguaje.

Se habla del conflicto con Cataluña, con las relaciones laborales y las condiciones de seguridad (que siguen matando trabajadores), con el medio ambiente… etc. Ya no hay problemas. Sólo conflictos. Es algo que explica con ácida claridad el cineasta británico Ken Loach, que estos días visita nuestro país. La frescura revolucionaria, que emana de sus palabras y su filmografía, consiste en hacer que veamos, a través de sus obras, los conflictos como problemas. Así lo ha hecho en su última película, Sorry We Missed You, en la que aflora el conflicto de la precariedad laboral y los falsos autónomos, como problemas de la sociedad actual. Loach se convierte en nuestra particular Jessica Rabbit denunciando, con la misma sensualidad con la que se dirigía a Bob Hoskins, que en realidad, no sólo es el que el capitalismo sea malo, es que lo han dibujado así. Desde esta perspectiva estamos obligados a implicarnos, a través de la participación y el activismo, en la búsqueda de soluciones. Ya lo decía Lenin, “Si no eres parte de la solución, eres parte del problema ¡actúa!

Las propias ideologías se han contagiado de esta epidemia de «conflictitis». Los nuevos fascismos hacen de la identidad un conflicto social. Los nacionalismos utilizan los territorios, y los populismos el malestar con el sistema. El triunvirato de Colón aviva un conflicto común que tiene un poco de todo lo anterior. Y Casado, Rivera y Abascal compiten por ser su mejor catalizador. Sobran agitadores y escasean mediadores.

En Aragón, Javier Lambán ha solucionado un problema pactando con el PAR. Ha elegido la mejor peor solución para la izquierda. La única que suma y da capacidad de intervención a las fuerzas progresistas. Otra peor era el acuerdo del PSOE con Ciudadanos, con o sin el PAR, y la pésima, que se ha evitado, un gobierno de las tres derechas, y media, con el beneplácito de Aliaga. Si Nacho Escartín transforma esta problemática solución en un conflicto, se arriesga a reabrir el resto de alternativas, junto a la repetición electoral.

En España, convocada la investidura, aún no sabemos si estamos ante un problema para la confección del gobierno.

Si Pablo Iglesias quiere, porque lo necesita, ser ministro, se trata de un conflicto. Si la duda es, gobierno de colaboración o coalición, sólo es un problema y, en consecuencia, se trata de buscar soluciones para llegar a la meta.

Una idea sería incorporar al gobierno, por consenso, a personas independientes. Pero si la única fórmula de acuerdo es la coalición, haya coalición. Quizás bastaría con que las ministras y ministros de Podemos cuenten con el consenso previo de Pedro Sánchez. Si alguien dice que esto es un veto, estamos ante un conflicto y no ante un problema sin solución. Como decía Albert Einstein, «un problema irresoluble es un problema mal planteado». <b>* Ps</b>icólogo y escritor