En los inicios del siglo XX se aceptaba que la cualidad más importante de un buen maestro, o maestra, era su vocación (por ello, la clave estaba en seleccionar a personas con vocación para la labor docente, entendida como una misión sacerdotal). Unos años más tarde, en pleno auge del conductismo, el buen profesor era aquel que dominaba las técnicas de redacción de objetivos operativos. Después, cuando llegó la moda de la psicología positiva, se hacía hincapié en funciones relacionadas con la personalidad, tales como el equilibrio personal y una buena inteligencia emocional. En los últimos años, el énfasis se centró en el dominio de una serie de competencias capaces de implementar el currículum diseñado por los políticos que ejercen el poder sin ningún tipo de crítica. Hoy, además de todo ese conjunto de exigencias, se considera fundamental que los profesores sean expertos en el uso de las nuevas tecnologías de la información y en la aplicación de los descubrimientos de la neurociencia al proceso de enseñanza-aprendizaje del alumnado. En consecuencia, ha surgido un lucrativo negocio para multitud de empresas privadas dedicadas a la implementación de cursos intensivos para el fomento del desarrollo profesional docente.

A esa amplia panoplia de competencias que, según los expertos, deben dominar los profesores y profesoras de la enseñanza no universitaria se le pueden hacer críticas de todo tipo, ya que son muy escasas las investigaciones que hayan demostrado la validez de las mismas. No es la crítica más importante que cabe hacer a las propuestas formativas de esos expertos. La crítica más fundamental es de tipo ético. Resulta difícil de justificar que se defienda que la sociedad necesita unos profesores cargados de superpoderes sin relacionarlos con la situación laboral del profesorado, su consideración social, o con la falta de planes eficaces relativos a la carrera docente. ¿Es ético generar una ansiedad colectiva entre el profesorado cuando se tiene la certeza absoluta de que, salvo casos excepcionales, resulta imposible dominar ese listado interminable de competencias, y mucho menos convertirlas en realidad práctica sin llevar a cabo al mismo tiempo una modificación de la estructura organizativa de las escuelas, o sin incluir ese cambio en la agenda política cotidiana?

En el año 1973, el profesor Lembo se quejaba en un libro titulado ¿Por qué fracasan los profesores? de que los maestros y maestras de Primaria necesitan poseer cualidades sobrehumanas para poder satisfacer las demandas que la sociedad pide a estos profesionales. Se espera que ese profesorado ofrezca oportunidades apropiadas de aprendizaje para 30 niños de ambos sexos que difieren entre sí en cuanto a sus capacidades, niveles de motivación y procedencia sociocultural. Se espera que consiga que cada uno de esos alumnos se interese, se entusiasme y tenga éxito en todas las actividades que se vea implicado. Asimismo, se exige a ese profesorado que sea experto en Lengua, Matemáticas, Geografía, Historia y Ciencias, que esté capacitado para percatarse de los problemas emocionales de sus alumnos, de sus enfermedades físicas y psíquicas y que, a su vez, sepa cómo actuar para aminorar esos problemas. También tienen que ser amas de casa, recaudadores de dinero, proveedores de materiales y mantenedores de la disciplina. Además, se les pide que ayuden a preparar el plan de estudios de la escuela, las extraescolares, los espectáculos, preparar exposiciones y actos teatrales en las festividades escolares. Se les exige que sean los espejos morales y éticos en los que puedan mirarse los alumnos, implicándose en los asuntos comunitarios, como único medio de formar buenos y responsables ciudadanos. Se espera que asistan a todas las reuniones que puedan, talleres, conferencias, seminarios y programas de perfeccionamiento, casi siempre desarrollados fuera del horario escolar, sin cobrar nada a cambio y en ocasiones pagando los abultados gastos de su propio bolsillo. Se les exige que se reúnan con los padres y madres de sus alumnos sin rechistar ante la mala educación de algunos progenitores. Incluso, se espera que actúen como sustitutos de estos, al menos durante las horas que permanecen en la escuela los niños, limpiándoles el culo, enseñándoles cómo lavarse las manos y cómo manejar los cubiertos en las comidas. Al profesorado de Secundaria la sociedad no le exige muchas de esas obligaciones, pero a cambio cada profesor, o profesora, tiene que atender a más de cien adolescentes y jóvenes, muchos de ellos sin ninguna motivación por el estudio, sin respetar ningún tipo de disciplina y sin poder castigarlos si no desean ser expedientados y tildados de maltratadores. ¿Qué diría hoy el profesor Lembo?.

Me parece un auténtico atraco a la dignidad de los docentes poner en el frontispicio del relato de la formación del profesorado la necesidad de dominar unas muy discutibles competencias, máxime cuando nadie es capaz de demostrar empíricamente la validez de las mismas en situaciones educativas complejas, caracterizadas por la multiculturalidad del alumnado y por la inclusión en las escuelas ordinarias de los alumnos afectos de cualquier tipo de discapacidad. Por encima de ese discurso se requiere una reflexión colectiva sobre la indignidad ética que supone defender públicamente la existencia de unos docentes con superpoderes, sin analizar las consecuencias negativas sobre su equilibrio psicológico. De unos docentes obligados a trabajar en un ambiente escolar competitivo donde lo que más importa a los gobiernos son los resultados de las evaluaciones internacionales, tales como los informes PISA y TIMSS. H *Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza