Cuentan que cuando conducían a Servet a la hoguera, el pastor que le acompañaba le instaba a confesar la fe ortodoxa en Jesucristo, el Hijo eterno de Dios, pues solo con eso, cambiando de sitio el adjetivo y renegando de su fe en Jesucristo, Hijo del Dios eterno, podía cambiar su destino. Pero cuentan también que Servet replicó que «es muy fácil cambiar de sitio un adjetivo, pero no así la conciencia». Y los hagiógrafos de Servet siguen el relato de su pasión para concluir afirmando que: «Atormentado por el fuego, antes de expirar, dio como un alarido de dolor y exclamó: «Oh Jesús, Hijo del eterno Dios, ¡ten compasión de mí!». Y poco después expiró».

Apenas se extinguió la hoguera y la vida de Servet , no su sus ideas, en 1554 salió en defensa de las suyas Calvino. Poco después se publicó, primero, un libro colectivo del Círculo de Basilea contra la persecución de los herejes y, antes de acabar el año, comenzó a circular un panfleto anónimo Contra el libelo de Calvino en el que se esfuerza en demostrar que se ha de perseguir a los herejes con la espada de la Justicia, la obra póstuma de Sebastián Castellio que en 1612 sería publicada en Ámsterdam para ser utilizada por los arminianos contra los calvinistas. El 27 de octubre, para clausurar el 450 aniversario de la muerte de Servet, se erigió en Zaragoza, en la fachada del hospital que lleva su nombre, un monumento al heresiarca que consiste en una estatua inspirada en una carta que él mismo escribió a sus jueces desde la cárcel y que reproduce su estado de ánimo en aquel trance, y en una lápida con la famosa sentencia sacada del citado libro de Castellio: Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre.

El escándalo de la muerte de Servet es un hito decisivo en el camino hacia la tolerancia. Por otra parte -si apenas interesa a nadie la teología- ¿a quién puede interesar la teología de Servet? Y si ya es difícil entender que un hombre viva y muera en defensa de la libertad de expresión, aunque todavía entendemos que alguien diga como Voltaire: Combatiré tu opinión hasta el fin de mi vida, pero estoy dispuesto a morir para que tú puedas expresarla, ¿habrá quien entienda al que muera como Servet por una fórmula dogmática? Hablemos pues del médico, del humanista, del intelectual... Hablemos de Servet a propósito de la tolerancia, vale. ¿Pero es honesto llevar la sangre de Servet a nuestro molino? No lo creo. Y por eso entiendo que si hablamos de Servet hay que hablar de la fe. Más aún , entiendo que es un despropósito hablar de la tolerancia sin hablar de la fe.

Debemos preguntar si en el largo camino hacia la tolerancia solo se ha perdido lastre pero no sustancia. Me refiero a la fe, a alguna fe, y con ello al verdadero espíritu de tolerancia. Pues según parece esta solo es posible desde las convicciones o creencias que se profesan y nunca desde la más absoluta y disoluta indiferencia. En el lenguaje ordinario la «sustancia», como fundamento y alimento, es lo que nos sostiene y nos mantiene en vida, lo que da sentido y sabor incluso a nuestras vidas. La fe es para Servet: «El principio de nuestra confianza, o de nuestra sustancia (...), ya que por ella principalmente subsistimos». Vivir es para Servet un acto de confianza, no una costumbre, y esa confianza se sostiene y se mantiene en Cristo que es la sustancia de nuestra sustancia. Que la fe aproveche a los cristianos no hay razón para creerlo o descreerlo, en principio. Tampoco la hay para creer o descreer a los que no creen en ninguna revelación divina y dicen que viven de otra fe. Hay incluso una fe filosófica que vive del hambre. Y hay que reconocer que es mejor vivir de la pregunta y quedarse con hambre que quedar satisfechos sin sustancia y morir de satisfacción. Ojalá encuentren lo que buscan los que tienen hambre, y sigan buscando la Verdad los que creen haberla encontrado. Porque el justo vive de su fe, de todos modos. No de la costumbre, ni de la fe de la Iglesia, ni de la fe de cualquier otra institución. Vivimos en una época que algunos llaman hoy poscristiana, en la que la fe se extingue y el cristianismo «sobrevive» como cultura cristiana. La misma Iglesia, confusa y confundida, reclama en nombre de esa cultura una presencia en el mundo que se nos antoja más bien ausencia del Evangelio. Nadie pide, o muy pocos, que se les restituya el Evangelio; nadie pide, o muy pocos, que se restituya el cristianismo a su esencia; nadie echa en falta, o muy pocos, el escándalo de la cruz en nuestro mundo, nadie es aún sensible o muy pocos a esa locura... Pero son muchos aún los que desean degustar el cristianismo como cultura religiosa. Y la misma Iglesia, cada vez más confusa y confundida, parece estar dispuesta a mantener abierto su «su mercado medieval» para satisfacer esa demanda. Y mientras defiende su cota de mercado en la escuela, transforma en templos para el consumo popular muchas iglesias.

En una situación histórica muy distinta en la que ya no se perseguía a los herejes, en el contexto de una iglesia luterana establecida como religión del Estado, advertía Kierkegaard , como Servet tres siglos antes, lo que ya dijo Pablo: que se llega solo a la fe cristiana por la predicación del Evangelio y con la gracia de Dios, y que esa fe no depende de la «elocuencia y de la palabrería» de los predicadores, ni del arte cristiano, ni de la «cultura cristiana» o de los cristianos, ni de la retórica o la publicidad, ni de la seducción, porque así solo se atrae a los admiradores de Cristo y del cristianismo. Pero no a los seguidores de Cristo, y solo estos son cristianos. Aunque le sobren al cristianismo genios y admiradores, si le faltan seguidores de Cristo, con el tiempo se irá al garete la fe cristiana y con ella probablemente cualquier otra.

Servet merece ser admirado por su fe, pero es más urgente mirar hoy en la dirección que nos señala. Él no es la verdad, ni el camino, y no tenemos ninguna razón especial para seguirle. A diferencia de Calvino, no fundó ninguna iglesia. Pero su muerte nos sitúa delante de un horizonte en el que es posible tu libertad y tu fe, mi libertad y mi fe, la libertad y la fe de cada uno. El mismo horizonte que se cierra para todos cuando la intransigencia de unos se impone a los otros, y el mismo que se oscurece para cada uno cuando se extiende un clima de general indiferencia.