En mis tiempos de joven periodista en gabinetes de prensa de las instituciones: como directora de comunicación en el Ayuntamiento de Zaragoza con González Triviño como alcalde; aunque en realidad quien mandaba era Luis García Nieto; luego en el gabinete de prensa del Gobierno de Aragón con el presidente Santiago Lanzuela (PP) y posteriormente en la legislatura de Marcelino Iglesias (PSOE), los periodistas mirábamos con cierto distanciamiento a los de protocolo. En esa época, todo hombres con excelente educación, elegantes y con buena planta. Los de prensa que nos dedicábamos a escribir discursos, redactar notas de prensa y relacionarnos con los colegas del otro lado de la frontera, los chicos de protocolo nos parecían un incordio: eran los que mandaban en las puestas en escena, los que daban entrada a las preguntas de los periodistas y los que colocaban a cada cual en su lugar. Mientras nosotros, que nos considerábamos la élite del poder, no pintábamos nada.

Con los años me he dado cuenta de mi error. El protocolo es el único medio de colocar a cada uno en su lugar. Todos los mandatarios del mundo civilizado siguen sin rechistar las indicaciones que dicta el protocolo. Solo hay que fijarse en las reuniones delante de las cámaras y ver como los que mandan en el mundo, país, región o ayuntamiento, ocupan las posiciones que indican unas etiquetas pegadas en el suelo con sus nombres. No hay discusión. Nadie se salta la fila, ni el lugar que le corresponde. El protocolo y sus reglas evitan el caos. Tanto en una cumbre europea, en las reuniones del G-20, en los Premios Nobel o en la toma de posesión del 46 presidente de Estados Unidos. Incluso indicaron a Donald Trump cuando podía subirse al Boeing presidencial para abandonar el poder, a su pesar.

En aquella época conocí a dos excelentes jefes de protocolo de la DGA: Ángel Pérez Giménez y Tomás Soláns. Impecables en su oficio e imprescindibles para los presidentes a los que servían. Aprendí mucho de ellos y también aprendí a valorar su trabajo, aunque pareciera invisible. Por esta razón me parece escandaloso, vergonzoso, inmoral e indecente que en medio de esta epidemia mundial, -con la única esperanza puesta en la vacuna que nos inmunice a cuantos más mejor, y por orden- haya gentuza con mando en plaza que se salte el protocolo para vacunarse los primeros y a escondidas usando sus privilegios. Da igual que sea el alcalde de un pueblo, un mando militar, o el obispo que se pone corriendo la vacuna en vez de confiar en que lo salve del virus la Santa Madre Iglesia. Estos indeseables se han saltado y se saltarán el turno establecido por el protocolo de vacunación. Y lo peor de todo es que en este país, donde sigue pareciendo que todo vale, no se persigan estas conductas con el escarnio público merecido, con el sueldo embargado, y -lo más importante- con la inhabilitación de por vida de ostentar un cargo público, eclesiástico, militar o funcionarial. ¡Ya está bien de falta de autoridad!