Las bolsas bajan espectacularmente, algunas fábricas se paran, muchas empresas revisan a la baja sus previsiones anuales, el turismo está paralizado y los gobiernos se resisten a revisar a la baja sus cuadros macroeconómicos. Empresarios, consumidores y gobiernos tienen, cada uno a su manera, actitudes de prudencia ante los efectos del coronavirus en la economía global. Es evidente que esta epidemia que avanza hacia la pandemia ha puesto en evidencia la interdependencia, no solo del comercio, sino del tejido productivo en la era de la globalización. China no solo es la fábrica de productos manufacturados, también lo es de componentes y de materias primas de buena parte de la industria y de casi todas las marcas occidentales. Esa realidad invisible, aunque no oculta, es la que el coronavirus ha conseguido que sea palpable, para expertos y para profanos. Y esa realidad justifica la prudencia del mundo empresarial que se traduce en los altibajos en la bolsa y en la paralización de algunas fábricas.

Desde la suspensión del Mobile, sabemos también que la misma reacción de pánico que el covid-19 provoca en el conjunto de la sociedad afecta también a parte del mundo empresarial. Se toman decisiones por prudencia, pero también en base a la infodemia que acompaña al virus surgido en Wuhan. La economía aparenta ser el reino de la racionalidad, pero no es más que el reflejo del conjunto de la sociedad: empresarios, trabajadores y consumidores son, por lo tanto, susceptibles de reaccionar de manera desproporcionada al alud de información confusa que circula estos días. Se suspenden convenciones sin motivo, se cancelan viajes profesionales y de ocio sin razón o se compran mascarillas que no sirven para nada. A la prudencia, se suma, por lo tanto, también una dosis de irracionalidad, algo tan humano como la misma economía.

Pero sabemos también que en los mercados, especialmente los financieros, hay mucho oportunista suelto. El efecto caótico del coronavirus puede servir de pantalla para todo tipo de operaciones especulativas, para hacer bajar artificialmente determinados valores en medio de esa prudencia general y de ese pánico puntual. El miedo es, en sí mismo, un negocio. Y sobre el miedo se pueden construir muchos negocios, normalmente poco escrupulosos. Es en este contexto en el que hay que hacer, a pesar de la gravedad de la epidemia, una llamada a la calma y a la responsabilidad. No todo vale y menos cuando estamos jugando con la vida y el bienestar de millones de personas.

Vivimos en la sociedad de la transparencia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y las autoridades sanitarias locales están obligadas a explicar en tiempo real la evolución de la epidemia del coronavirus. Eso es una necesidad y una exigencia. Pero conlleva también una responsabilidad. Y la deben ejercer los gobernantes, pero también los consumidores, los empresarios, los trabajadores y los inversores. No puede ser que los regímenes opacos obtengan una ventaja competitiva sobre los que se someten al escrutinio público. En río revuelto no puede haber ganancia de pescadores.