La minihuelga intermitente en el tranvía de Zaragoza causa serios perjuicios y molestias al vecindario. Por el simple hecho de que la movilidad en el eje Norte-Sur de la ciudad está monopolizada en gran medida por ese (estupendo) medio, y si se para... no hay alternativa. Tampoco tendría por qué haberla, dada la alta capacidad de una plataforma que, mejor organizada, debería dar más de sí.

En realidad, el impacto de la movilización de los tranviarios es el habitual de cualquier acción similar cuando se produce en un servicio público esencial y obviamente único. Huelgas de tal naturaleza y en ese tipo de ámbitos son siempre muy duras para quienes las protagonizan, y sobre todo para quienes las padecen: la gente. Pero además la naturaleza de semejantes conflictos se convierte en un complicado laberinto de intereses y responsabilidades. La causa es evidente: en la mayor parte de los casos se trata de prestaciones de titularidad pública, pero gestionadas y dispensadas por empresas privadas.

El tranvía zaragozano, como también los autobuses, la limpieza, la depuradora de La Cartuja o los parques y jardines, están en manos de sociedades privadas o mixtas con mayoría privada. En ellas las relaciones laborales son un asunto de lo más particular. Tal vez el ayuntamiento pueda mediar o proponer soluciones en caso de enfrentamiento entre trabajadores y dirección. Puede limitar el alcance de los paros imponiendo servicios mínimos (pero respetando siempre el derecho de huelga). Puede incluso mejorar las condiciones económicas de la concesión. Pero no puede resolver directamente el conflicto ni garantizar el cumplimiento de los pactos.

Y así estamos. Lo público es, en realidad, muy poco público. Salvo cuando toca pagar, claro. Ahora mismo, el propio Gobierno de España ha tenido que ponerse de perfil mientras la italiana Atlantia y la hispana ACS (Florentino Pérez, que va como una moto) se hacen con Abertis, la mayor concesionaria de servicios ¿públicos? de todo el país. Un país en el que mandan... los que mandan.