Durante mucho tiempo admiré al pueblo de Israel, el que fue capaz de sobreponerse al Holocausto, lo inimaginable, recobrar su dignidad como pueblo y empezar un país de cero. Pero hace ya muchos años que es difícil conciliar la visión de esos náufragos de la carnicería nazi, arribando a la tierra prometida, arrancando frutos del desierto, construyendo ciudades, formando un ejército temible, con la de esos palestinos desarrapados encerrados en guetos y convertidos en víctimas desde que nacen hasta que mueren. Estos días, por obra de una nueva provocación de ese individuo a quien los norteamericanos han elegido presidente, están muriendo palestinos a decenas. Duele ver a esos chicos, tan jóvenes, salir con palos y piedras a enfrentarse con las armas automáticas de los israelíes, sabiendo que es probable que los maten de un tiro. Cómo debe ser tener quince años y pensar que no hay futuro. ¿Se han fijado en que todos son, o parecen, adolescentes? No me puedo imaginar las circunstancias que empujan a un chaval a alzarse en armas contra uno de los ejércitos más poderosos de la Tierra. Su rabia. Su desesperación. Y qué gran diferencia entre un pueblo oprimido hasta la miseria, como es el palestino, con ese otro pueblo que se declara oprimido por el Estado español: el catalán. Qué terrible ironía constatar lo fácil que es usar ciertos términos en el Primer Mundo, rodeados de todas las garantías de un Estado democrático. Presos políticos, exiliados, ocupación… Hay días en que las palabras, por comparación, vienen cargadas de una terrible ironía. H *Periodista