En el contexto de un estudio que estoy llevando a cabo con niños españoles y ecuatorianos de enseñanza primaria y secundaria obligatoria, me han llamado mucho la atención algunas de las respuestas dadas por los alumnos de enseñanza secundaria obligatoria de un pueblo aragonés, al que asisten a su instituto adolescentes de pequeños pueblos de su alrededor. En el 86% de las respuestas dadas por los niños de los pueblos que emplean el transporte escolar para ir al instituto, aparecen una serie de reivindicaciones (a pesar de que no era eso lo que se les solicitaba) referidas a la necesidad de bibliotecas, de locales de ocio para los menores de 16 años, de actividades culturales, de un instituto propio en cada pueblo que les evitaría tener que madrugar tanto, y otras por el estilo. Asimismo, reconocen que como nunca tendrán esos servicios, preferirían vivir en el pueblo donde está el instituto.

Mucho me temo que si la encuesta la hubiéramos hecho a personas en edad laboral, o a jubilados, habrían aparecido otras reivindicaciones referidas a centros de salud, a cines, a comercios, a centros cívicos, a servicios de atención personalizada para los jubilados, etc. A la vista de esas respuestas dadas por los adolescentes, y de las hipotéticas que supongo que hubieran dado las personas adultas y jubiladas, me parece evidente que la satisfacción de dichas necesidades no puede ser abordada por ningún gobierno, ni en la época de las vacas gordas ni en la de las vacas flacas que ahora estamos atravesando. Dando por bueno este supuesto, me surge esta pregunta: ¿qué sentido tiene hoy vivir en esos pequeños núcleos de población?

Aun a riesgo de que me lluevan las críticas, entiendo que hoy no tienen ningún sentido las políticas destinadas a favorecer que las escasas familias que hoy viven en esos pequeños pueblos continúen habitándolos de forma permanente, dejándolas condenadas a padecer un montón de privaciones en el ámbito de los servicios públicos, que antiguamente se consideraban un lujo, pero que hoy son absolutamente necesarios.

En los primeros años del siglo veinte, cuando no existían buenas carreteras, cuando el transporte se hacía en carros tirados por mulas, cuando las labores agrícolas se hacían a mano, era imprescindible vivir permanentemente en los lugares donde la gente tenía que trabajar en el campo y cuidar el ganado. En cambio, hoy existen buenas carreteras, cada familia suele disponer de un coche propio y la mayoría de las labores agrícolas están mecanizadas. Esta nueva situación permite acudir diariamente al trabajo en menos de una hora desde la capital comarcal hasta sus pueblos más alejados, salvo escasas excepciones. A su vez, hace un siglo no se consideraba una necesidad básica para cualquier ser humano la atención médica hospitalaria, disponer de una vivienda en perfectas condiciones de salubridad y confort, la disponibilidad de centros cívicos dotados de bibliotecas y de servicios culturales, etc., etc. Incluso, hasta bien entrado el siglo pasado no era obligatoria la asistencia a la escuela, y cuando lo fue esa obligatoriedad terminaba a los diez años, mientras que hoy lo es hasta los dieciséis, y en la mayoría de los casos los jóvenes continúan estudiando hasta los dieciocho años.

Si ese conjunto de servicios son considerados hoy básicos y necesarios, el dilema que hay que resolver es éste: ¿Se dota a todos los pueblos, por muy pequeños que sean, de esos servicios, o se condena a sus gentes a vivir careciendo de los mismos? Desde un punto de vista de justicia social, parece claro que habría que dotar a esos pueblos de dichos servicios, pero desde una perspectiva realista parece evidente que ello es imposible.

Analizando esa necesidad y confrontándola con la fría realidad, pienso que sería mucho más razonable la puesta en práctica de una política social que permitiera a todas las familias que hoy viven en esos pequeños núcleos de población trasladarse a vivir a las cabeceras de comarca, si así lo desean, ofreciéndoles ayudas económicas a fondo perdido para la adquisición de una vivienda digna, y adecuando las carreteras para facilitar a la gente un traslado cómodo desde la cabecera de comarca hasta el pueblo más pequeño, para poder realizar las labores agrícolas y atender al ganado en las debidas condiciones. ¿Quiere ello decir que habría que dejar sin vida a esos pequeños núcleos de población? Modestamente, creo que no. En todo caso, esos pequeños pueblos pasarían a tener una misión diferente a la que ahora tienen. Podrían convertirse en atractivos polos de turismo rural de fin de semana y de vacaciones, siempre y cuando que los gobiernos regionales ofrecieran incentivos económicos para adecuar las casas hoy existentes.

Soy consciente de que ese planteamiento choca contra lo políticamente correcto y que, por lo tanto, no habrá ningún político que esté de acuerdo conmigo, y quizás tampoco muchas de las personas mayores que hoy habitan esos pequeños núcleos de población. Sin embargo, me queda la tranquilidad de que haciendo público lo que he escrito en este artículo, estoy contribuyendo a que se conozcan las reivindicaciones de los adolescentes que han participado en el mencionado estudio.

Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza