Ciudadanos y PP tienen un serio problema con la lengua aragonesa. Consideran que oculta un trasfondo ideológico inquietante. Para ambos, el castellano simboliza la unidad inquebrantable, mientras que el aragonés significa una disidencia incómoda que les recuerda un pasado propio y otra realidad lingüística engorrosa: en Aragón también se habla catalán. Basta con repasar los programas electorales de PP y Cs para entender el temor que les inspira. Detrás de lo que llaman modalidades lingüísticas, prejuzgan que existen una «ideología nacionalista» y unos «proyectos políticos excluyentes». Es decir, que según sus fobias se empieza hablando aragonés y se acaba proclamando la I República de Aragón.

Lo peor es que estos partidos están trasladando a los ciudadanos una idea muy peligrosa: que la lengua aragonesa es conflictiva. En Huesca, sus portavoces han calificado de inútiles, ridículos, polémicos, incómodos, costosos e irreales unos carteles bilingües de bienvenida a la ciudad para justificar su retirada. El exclusivo respeto al castellano conduce a lo grotesco y a la burla. «No creo que el aragonés tenga utilidad en Nueva York», soltó el portavoz de Vox en busca de la risa boba.

Me pregunto para qué sirven el Estatuto de Autonomía y la Ley de Lenguas. En dichos textos aparecen términos tan pomposos como patrimonio histórico y cultural, convivencia, valor social, protección, promoción, bien común o riqueza. Son palabras referidas a la lengua aragonesa. Serán palabras huecas, a no ser que el Gobierno cuatripartito deje muy claro, en Huesca y en cualquier rincón de esta tierra, que el patrimonio lingüístico de Aragón está por encima de los prejuicios políticos.

*Editor y escritor