Parece que las campañas de vacunación no van al ritmo que los distintos gobiernos auguraban. No solo en España, también en otros países de la Unión Europea, como Francia, donde Macron ha tenido que reprender a su ministro de Sanidad por el retraso en administrar las primeras dosis. Las personas mayores, víctimas propiciatorias del covid a la vista de la estadística, las primeras en someterse a la inmunización, se manifiestan en una altísima mayoría favorables a la vacuna de manera inmediata. Mi padre, octogenario, que ha sufrido como nadie la ausencia de los hijos y nietos en torno a la mesa navideña familiar, lleva semanas diciendo que se ofrece voluntario para vacunarse, que si le llaman mañana, va corriendo al centro de salud. Mi cuñado, médico, señala sin embargo que no le hace gracia, de entrada, la inmunización en base a ARN. Aun así, el número de personas reacias a la vacunación decrece porcentualmente al paso de las semanas.

Previsiblemente, los que rechazan la inyección serán cada vez menos numerosos cuando la próxima semana comience a conocerse la incidencia de los excesos navideños en el recrudecimiento de la pandemia. Por pura lógica, el alcance de la tercera ola mostrará su punta de iceberg en días inmediatos: la sucesión de festivos y el lógico descenso de las pruebas realizadas por el paréntesis vacacional esconden el tamaño del hielo sumergido. Pero está ahí, y acabará emergiendo. A falta de la llegada de los Reyes ayunos de cabalgatas, la mayoría de la población maneja una impresión que considera evidencia: en unas semanas se decretará un nuevo confinamiento general, como en la pasada primavera. La gente lo da por hecho, resignadamente, en cada conversación.