En las sociedades actuales, dominadas por la incertidumbre, la sensación de que vivimos en un estado de emergencia permanente se ha extendido entre grandes capas de la sociedad. Los cambios tecnológicos han dado paso a grandes transformaciones sociales que han debilitado instituciones fundamentales como la familia, la Iglesia o el Estado. En buena medida, la literatura y el cine abordaron durante todo el siglo XX estas transformaciones, reflejando el extrañamiento del ser humano respecto de sí mismo: de Kafka a Mournau, de Kerouac a los hermanos Wachowski. Nunca el hombre hubo reflexionado tanto sobre sí mismo y sobre su papel en el mundo, aunque el balance no fuese siempre gratificante, tras dos guerras mundiales, el lanzamiento de la bomba atómica o desastres como el de Chernóbil.

Sin embargo, basta con recordar cómo vivían nuestros abuelos hace solo medio siglo, en una España rural donde se araban los campos con animales, donde el analfabetismo persistía entre buena parte de la población y donde enfermedades como la tuberculosis provocaban vergüenza y temor, para constatar cuánto hemos avanzado. Los problemas que hoy acaparan la atención de los medios de comunicación -inestabilidad política, incertidumbre económica, crisis medioambiental-- palidecen si los comparamos con los de quienes nos precedieron: ausencia casi absoluta de libertades, subdesarrollo y falta de infraestructuras básicas en buena parte del país, aislamiento internacional, etc. Una vez más, un examen detallado de los hechos demuestra que solo la mala memoria avala a Manrique cuando sostiene que cualquiera tiempo pasado fue mejor.

Esto mismo viene a recordarnos el psicólogo canadiense Steven Pinker en su último libro, En defensa de la Ilustración (Enlightment Now!), que sigue en la línea de trabajos anteriores como Los ángeles que llevamos dentro, donde recogía con una panoplia de evidencias el innegable descenso de la violencia en el género humano. Según Pinker, el tinte catastrófico con el que los medios y los periodistas trasladamos los árboles de nuestras preocupaciones cotidianas está impidiendo al conjunto de la sociedad ver el bosque de un progreso inimaginable para nuestros ancestros: aumento espectacular de la esperanza de vida; disminución de la pobreza, también en los países subdesarrollados; caída drástica de la mortalidad infantil y desaparición de algunas de las peores enfermedades infecciosas; generalización de la educación entre niños y niñas hasta casi erradicar el analfabetismo en buena parte del mundo; aumento mirífico de la producción de alimentos y confinamiento de la desnutrición infantil a un puñado de países subsaharianos… En suma: la Humanidad jamás ha gozado de mejores condiciones materiales para garantizar el bienestar de sus miembros.

Sin embargo, Pinker nos recuerda que el progreso material no ha caído del cielo, sino que es fruto de la extensión de los valores de la Ilustración, con su defensa de la razón (y la ciencia) como forma de aproximarse a las cosas y con el surgimiento del Humanismo como una corriente de empatía universal que ha permitido todos los posteriores avances en materia de derechos y libertades. El reto, en un momento en el que las pasiones vuelven a ganar terreno en los discursos públicos -con su exaltación de la irracionalidad y del subjetivismo-, es devolver el debate al terreno común de las certezas que proporciona el progreso compartido. Frente al apocalipsis que plantean quienes reniegan de conquistas como las vacunas, la economía de mercado y el comercio mundial, los derechos humanos o la creación de una comunidad internacional que vela por el mantenimiento de la paz solo cabe abogar por más investigación, mejores reglas del juego como antesala de una gobernanza mundial y nuevos avances en derechos civiles. Todo ello, acompañado de un optimismo alejado de toda ingenuidad que a veces resulta complicado transmitir desde unos medios demasiado preocupados por llamar la atención, en competencia con una cantidad inagotable de mensajes y estímulos que no son siempre los más edificantes. H *Periodista