Nunca las sesiones de investidura habían trascendido los límites del mero procedimiento formal. Hemos despertado de la pesadilla del pensamiento único, de la bronca continua y de esa suerte de gamberrismo político que en los últimos años despojó al Parlamento de su condición de ágora del entendimiento y de máxima referencia social de la concordia cívica. Se dirá que las formas no lo son todo en política, pero qué gusto al escuchar la expresión libre y serena de las diferentes ideas, qué placer la educación y la urbanidad de los polemistas, qué alivio al recuperar el área más participativa y estimulante de la democracia. Acaso las formas no lo son todo en política, pero sí que lo son casi todo en el Parlamento: la esgrima verbal que no hiere ni mata, el reconocimiento del otro, la afectividad convertida en cortesía, el designio no de arrollar, sino de entenderse... Qué alivio tras lo que parecía una regresión imparable de la democracia a causa del estilo autoritario, descalificador e intolerante del anterior gobierno. No se trata de quién estuvo mejor o peor. Sino de que hemos ganado los que creemos que la educación, la pluralidad y el decoro cívico son los únicos pilares sobre los que puede descansar la convivencia. ¡Qué gusto! *Periodista