Cuando era niño y todos los días iba a la escuela sin pestañear, los maestros nos decían que España era una unidad de destino en lo universal. Después de reflexionar mucho, llegué a la conclusión de que mis doctos docentes pensaban que este país era una simple estrella de tantas y tantas que hay en el universo. Sin embargo, no me convencía del todo ese hallazgo intelectual al que había llegado porque una estrella es un pequeño punto en el firmamento al que no se puede llegar y yo vivía en un lugar físico llamado España. Pregunté a mis profesores y ninguno supo explicarme el alcance de esa cursi definición.

Cuando fui a la universidad y comencé a leer libros y panfletos escritos por preclaras plumas pertenecientes a los intelectuales del único movimiento antifranquista real entonces existente (el partido comunista), me percaté de que la única forma de superar los estragos de la última guerra civil era convirtiendo a la nación española en un estado federal, o incluso confederal. Traté de leer cuanto pude sobre el tema para saber cómo sería una España federal y pronto llegué a la conclusión de que había muchos modos de entender el federalismo. Pregunté a algunos de esos intelectuales que a cuál de los modelos existentes de federalismo se referían y me dio la impresión de que ellos tampoco lo tenían claro. Una vez que el dictador murió en su cama y llegó la democracia, se aprobó una Constitución que convertía a España en el estado de las autonomías. Antes de decidirme a votar a favor o en contra de esa ley de leyes, intenté comparar esa nueva estructura territorial con la de otros países europeos y no encontré parecido alguno. A la vista de la confusión en que me encontraba (quizás por mi torpeza intelectual), pregunté a varios expertos en derecho constitucional y me respondieron que, en realidad, ese diseño de la nueva España era un estado federal encubierto. Seguí preguntando el motivo de no haberlo llamado por su auténtico nombre, y no encontré ninguna respuesta que me convenciera. En consecuencia, no fui a votar.

Pasados muchos años, escuché decir a un presidente de gobierno que España era un concepto discutido y discutible. Obviamente, no me fue posible preguntar a ese ínclito señor qué quería decir con esa enigmática definición, pero pregunté a varios correligionarios suyos y todos coincidieron en responderme que eso era una de tantas estupideces de las que decía al cabo del día. Al no poder profundizar en el significado de dicha memez, me limité a seguir de cerca sus actuaciones ante las andanadas secesionistas que provenían de Cataluña y de Euskadi, y muy pronto llegué a la conclusión de que la estrategia de ese jefe de gobierno consistía en conceder a las fuerzas políticas secesionistas todas las poltronas que demandaban, pensando que de ese modo no se atreverían a dar el definitivo paso: la separación real de España. Los hechos posteriores demostraron que lo realmente discutible era su modo de proceder.

Al cabo de ocho años, la ciudadanía desbancó a ese presidente y en su lugar puso a otro que, cuando estaba en la oposición, ponía a parir a su antecesor por haber pactado con los partidos más secesionistas. A la vista de esas críticas y, sobre todo, analizando la procedencia de los mandamases del partido político que se hizo cargo del gobierno español en el año 2011, pensé que, mientras estuvieran en el poder, la existencia de la nación española estaba garantizada. Después de más de dos años en el gobierno, tengo que admitir que mi error fue mayúsculo. El único consuelo que me queda es haberme abstenido también en esa ocasión.

Hoy, España es un conglomerado de regiones, naciones y nacionalidades, regidas por políticos insolidarios, que se pasan la vida mirándose su ombligo, sin tener en cuenta las necesidades de las gentes que habitan en territorios diferentes al suyo. Se aprueban leyes en el parlamento español que, cuando no les gustan a los gobernantes de alguna de las fantasmagóricas comunidades autónomas, dejan de cumplirlas y no pasa nada. Se malgasta el dinero público en fuegos de artificio, tendentes a la ruptura de la nación española, y cuando no les queda un solo euro para atender los servicios sociales de su comunidad, piden más fondos al papá estado, quien se los da sin rechistar creyendo que de ese modo sus habitantes se sentirán más españoles. En lugar de estar preocupados por la miseria en que vive parte de la ciudadanía, los dirigentes de esos reinos de taifas se inventan instituciones ineficaces, apelando a esencialismos históricos trasnochados.

Ante la pasividad de los gobiernos españoles durante los últimos cuarenta años y, sobre todo, si se acepta que "solo hay verdadera patria española cuando en libertad se siente la necesidad de ser españoles, cuando todos lo seamos por querer serlo, queriéndolo porque lo seamos" (Unamuno), no hay otro remedio que admitir que únicamente queda de España el nombre y su historia. No sé si merece la pena tratar de reconstruirla, pero creo que solo se podrá conseguir dejando que Europa nos imponga algo de cordura, porque ese será el único modo de erradicar nuestro ancestral espíritu aldeano que nos ha llevado a desangrarnos en horribles guerras civiles.

Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza