La única posibilidad de que las izquierdas conserven algún tipo de superioridad moral estriba en su capacidad para autocontestarse y romper con sus propios mitos. Hace medio siglo, la invasión de Checoslovaquia por los tanques soviéticos provocó uno de esos seismos internos que conmocionan a los llamados progresistas y les obliga a mirarse al espejo para descubrirse menos guapos de lo que se creían. A finales de los Sesenta y comienzos de los Setenta, miles de jóvenes españoles predispuestos a comprometerse en política (y jugarse el tipo luchando por la libertad) rechazaron organizarse en el comunismo oficial (el PCE). Fue la consecuencia directa del 68, tanto del francés como del checoslovaco.

Han pasado cincuenta años, y la última expresión política del posizquierdismo (transmutado en populismo latinoamericano) zozobra de la manera más miserable en Venezuela o Nicaragua. No son las de estos países dos crisis idénticas, aunque sí paralelas. Porque la primera ha desencadenado, en buena medida, la segunda. El petróleo es la clave. Hace quince años, el chavismo logró derrotar a la oposición venezolana, que a finales del 2002 había saboteado y paralizado la empresa estatal Pedevesa, desde las refinerías hasta los buques cisterna. A partir de ese momento, los bolivarianos podían y debían reorganizar la enorme sociedad pública (con una plantilla de cien mil trabajadores) para hacerla más eficaz y más rentable. Era un objetivo estratégico fundamental que fueron incapaces de alcanzar; todo lo contrario. Y cuando Maduro sucedió a Chávez y el régimen se hizo aún más grotesco, se alejó de la realidad, se aisló y desarrolló sus perfiles más autoritarios y arbitrarios, el principal soporte económico del país y de sus aliados se derrumbó. Hoy, la ruina económica y la catástrofe social viajan desde Caracas a Managua o La Habana. El sueño populista es una pesadilla repleta de monstruos.

¿Superioridad moral? Solo la de quienes sean capaces de contemplar la realidad (toda ella) con una actitud crítica, abierta y honesta.